El reconocimiento de la limitación de nuestro saber es un estímulo para la investigación


Hay dos clases de ignorancia: la ignorancia inconsciente de los que desconocen que son ignorantes, y la ignorancia consciente de los que admiten que sus conocimientos son limitados. Hace un siglo, la humanidad no se daba cuenta de su ignorancia; pero, hoy en día, los hombres más sabios son humildes y reconocen la ignorancia en que estamos acerca de la mayor parte de lo que nos rodea. De nuevo empieza a apoderarse de nuestro espíritu el antiguo temor a lo desconocido y misterioso que sobrecogió al hombre primitivo ante el inmenso poder de la Naturaleza, pero con la diferencia de que este temor, hijo de una ignorancia consciente, constituye en sí mismo un estímulo para la investigación. Ésta se desenvuelve y progresa a favor de la atracción que ejerce lo desconocido. Hasta que la humanidad no echó de ver que no sabía nada sobre los polos Norte y Sur, no empezaron ciertos aventureros osados a explorar estas regiones del globo. Lo mismo ocurre con la exploración de los fenómenos desconocidos que nos rodean. A pesar de tenerlos tan cerca, tan intangibles son que jamás sospechamos su existencia; y aunque sus manifestaciones se hagan sensibles, si no se sabe interpretarlas, o no se observan en las debidas condiciones, se nos pasarán del todo inadvertidas.

Tal ocurrió con las ondas electromagnéticas: el genial físico inglés James Clerk Maxwell previo teóricamente su existencia; pero, si bien pudieron ser vislumbradas por el profesor Hughes en 1879, no llegaron a ser descubiertas por Hertz, físico alemán, sino algunos años después, ni aplicadas a la telegrafía sin hilos hasta que Branly descubrió el cohesor. Con anterioridad a estos descubrimientos, Hughes, haciendo experiencias con un aparato telefónico y una máquina productora de chispas eléctricas, logró oír algo especial, a centenares de metros de distancia, cada vez que saltaba una chispa. Efectuó otros experimentos, y llegó a la conclusión de que había encontrado una nueva especie de luz invisible. Sus experiencias parecían demostrar que, además de las radiaciones de luz visible, existían otras, completamente análogas, pero invisibles a nuestro ojo. Las misteriosas ondas electromagnéticas estaban a punto de ser descubiertas. Hughes prosiguió su trabajo. Pero nadie quiso creer que existiesen ondas electromagnéticas que vibrasen como rayos de luz, aunque permaneciendo invisibles por ser demasiado cortas o demasiado largas para poder afectar la sensibilidad del sistema óptico.