Tres hombres comunican al cine un grandioso impulso


David Wark Griffith ha sido considerado como el padre del cine estadounidense. Inventó, en el más amplio sentido de la palabra, el lenguaje propio del cine.

A pesar de ello, todos sus hallazgos técnicos, que quizá, fueron el fruto instintivo de su innato sentido cinematográfico, no eran un fin para Griffith, sino un medio. Un vehículo para transmitir una idea, un mensaje. Porque, ante todo, él era un poeta y un idealista con visos de predicador. En este sentido, sus películas Nacimiento de una nación (1915), Intolerancia (1916), Corazones del mundo, constituyen imperecederos monumentos cinematográficos.

Thomas Ince fue el alumno de Griffith, bajo cuya dirección debutó en el año 1909. Ince estableció los cánones de las cintas del Oeste. Él fue quien lanzó a aquel mozo de mirada clara y gesto sobrio que se llamaba William S. Hart, intérprete excepcional de los primeros filmes de cowboys. Pero el talento de Ince tenía la suficiente amplitud para desbordar los simples límites de las fáciles aventuras de vaqueros rudos y heroínas frágiles. Ince era un verdadero poeta del aire libre. Su filme Civilización (1916), que era un mensaje pacifista con una grandiosidad parecida a la del Nacimiento de una nación, lo reveló como un realizador de clase excepcional.

Cecil B. De Mille, con su película La marca de juego, inaugura una nueva etapa en la expresión cinematográfica. Gracias a este filme, los conflictos pasionales cobraron inusitada fuerza en la pantalla. Posteriormente, Cecil B. De Mille se inclinó cada vez más hacia las grandes reconstrucciones históricas. Los diez mandamientos, filme que costó una fortuna y al que ya asomaba la afición de este realizador por los decorados gigantescos, demostró que los directores italianos de Cabiria y otras películas espectaculares habían sido superados.