Un entretenido viaje en ascensor observando su manejo


Entremos en la planta baja de uno de esos rascacielos. En el suntuoso vestíbulo de mármol, observamos tres o cuatro puertas de bronce, madera o vidrio que dan acceso a igual número de ascensores. A veces hay mayor cantidad, según el tamaño y altura del edificio. ¡El ascensor, he aquí el invento que ha hecho posibles esas construcciones colosales! En tanto que aguardamos, en compañía de varias personas, junto a una puerta, seguimos en el tablero que está encima de ésta, el encenderse y apagarse de las lucecillas que indican la ubicación del ascensor: segundo piso, primero, planta baja... Se abre la puerta y salen los que bajaron. Luego entramos los que esperábamos, y le vamos indicando al ascensorista los pisos en que saldremos. Se cierra la puerta y una ligera sensación de vértigo nos invade, pues ascendemos velozmente. Claro está que se trata de un ascensor rápido, que no para en los primeros pisos; en otros ascensores el traslado es tan suave que casi pasa inadvertido. Mientras subimos echamos un vistazo a la cabina, lujosa y confortable. El ascensorista, un muchacho de aspecto despreocupado, se halla sentado al lado de un tablero lleno de botones. ¿Estará acostumbrado su organismo a tantas aceleraciones y detenciones? Se nos ocurre, un tanto en broma, que tiene un magnífico entrenamiento para tripular alguna nave interplanetaria. Otra cuestión nos intriga: ¿cómo hace para acordarse de los pisos en que debe parar, según se lo han pedido los pasajeros? Pero inmediatamente nos damos cuenta: el ascensor se detiene automáticamente en los pisos deseados, cuyos botones correspondientes el ascensorista ha apretado a medida que cada pasajero decía el piso de su destino. Cuando llegamos al nuestro, se abren por sí solas las puertas y abandonamos el ascensor, luego de haber ascendido en breves segundos a una altura que por la escalera hubiéramos alcanzado con fatiga empleando mucho más tiempo.