LAS CATARATAS DEL IGUAZU - Eduardo A. Holmberg


La masa de agua que corre por el Iguazú se precipita en el abismo, ofreciendo, por un instante, a quien la contempla, su color verdoso. Mas apenas comienza su caída, el aire penetra al ofrecerle su resistencia y la convierte en espumas. Por todas partes desborda su caudal el poderoso río, no bien aparece una depresión en el borde de su cuenca, y como la resistencia del aire aumenta por la velocidad creciente de la caída, sutiles vapores se levantan del fondo bullidor en que cayeron las espumas, formando como nubes tenues o nieblas espesas, a las que el sol de la mañana envía su cálido mensaje de colores.

Todo es glorioso allí. Una vegetación lozana y vigorosa arraigada entre las rocas volcánicas por las cuales se deslizan los torrentes y arroyos, ora salpicando los troncos de los árboles, ora las grandes piedras que los torrentes arrastraron en el tumulto de su caída. El verde variado de las hojas se destaca sobre el rojizo oscuro de las moles pétreas; las flores embalsaman el ambiente húmedo y tibio de la mañana; las nubecillas de vapor suavizan, al interponerse, lo duro de los tonos. Pero allí está el arco iris, aire luminoso, a través de cuyas amplias cintas se perciben el contorno y el movimiento, pero nuevo, indefinible, luz de lo irreal, cielo del hada invisible que en la noche de los tiempos estampó su varilla mágica en la cuna de este cuadro de belleza incomparable.

Un cielo puro y azul, como un dosel divino, tiende sobre el cuadro su concavidad infinita, y un hondo rumor, inmenso, continuo, se levanta de las profundidades del abismo saludando la majestad del cielo que lo cubre y lo contiene.