Aspecto curioso que tuvieron las extraordinarias aves primitivas


La más antigua de todas las aves conocidas es el arqueoptérix. Este nombre se compone de dos palabras griegas, y significa "antiguo volador". El arqueoptérix era un ave extraordinaria. Tenía una gran cola, no compuesta de plumas, como la de las aves de hoy, sino larga y fuerte como la de los lagartos, formada de huesos y carne, de la que salían algunas plumas. Poseía dos patas, que utilizaba para andar por tierra, o para posarse, pero disponía, además, de otros dos miembros a modo de manos, que usaba, probablemente, para trepar a los árboles, en lugar de volar de rama en rama como las aves de nuestros días. Llevaba también en los ojos un aparato muy curioso, que consistía en una especie de escudo o párpado protector, como el de los reptiles, y su pico se hallaba armado de numerosos dientes.

Nada tiene de extraño que los individuos de esta especie primitiva hayan desaparecido ya; pero existe todavía cierta ave, llamada hoacín, que en su juventud tiene dedos en las alas, y los emplea para trepar. El hoacín habita en la Guayana.

Aun en la edad presente se han extinguido otras dos o tres aves raras: El dodo era, hace 300 años, común en la isla Mauricio, y no es posible hallar un ejemplar del mismo en la fecha actual, aunque nos sea dable ver un esqueleto de esta ave en el gran museo de Londres. No podía volar, porque sus alas eran demasiado pequeñas, y no tardó en extinguirse la especie toda. En Nueva Zelanda solía andar en numerosas bandadas el ave llamada moa o dinornis, cuya talla era doble de la mayor alcanzada por el hombre: 4,27 metros. Pero todavía vive allí un pájaro llamado aptérix o kiwi-kiwi que, como el moa, el dodo, el avestruz y el pingüino, no puede volar. Aunque es un animal de gran tamaño, nos parecerá pequeño si lo comparamos con el moa. Otra de las extraordinarias aves marinas desaparecidas en la última centuria es el llamado gran alca, que solía acudir en numerosas bandadas a las costas de Terranova. No existe ya en el mundo ningún ejemplar, pero quedan algunos cascarones de sus huevos, que tienen para los científicos, coleccionistas y museos un gran valor.

Aunque son muchas las especies de aves y cuadrúpedos exterminadas por el hombre, bien para abastecer sus necesidades, o para defender su vida, muchas más son las que ha sacrificado la Naturaleza en su incesante proceso de selección; sobrevivieron los mejores. Razas enteras han perecido a consecuencia de los terremotos y de las inundaciones, del hundimiento de las tierras en el seno de los mares, de la nieve, de los grandes descensos de temperatura, de las invasiones del hielo en regiones antes bañadas de sol y cubiertas de vegetación exuberante. Y así, una tras otra, han ido desapareciendo grandes familias del reino animal, dejando el sitio a otras mejor dispuestas para triunfar en la lucha por la existencia.

Fijemos la atención en el caballo, animal tan notable por su hermoso aspecto y agilidad. Al decir de los partidarios de la doctrina evolucionista, hubo un tiempo -mucho antes de que el hombre apareciera sobre la tierra- en que el caballo era un animal mezquino, del tamaño de una zorra, con cuatro dedos en sus patas delanteras y tres en las traseras. Con el transcurso de los siglos, el caballo ha aumentado en corpulencia y velocidad; y sus dedos, débiles y extensibles, se han convertido en el fuerte casco que conocemos.

Pensad igualmente en el colibrí, en la delicada belleza de su cuerpecillo, no mucho más abultado que el de una abeja grande, y no podréis menos de maravillaros al considerar que tal vez sea el descendiente de un monstruo llamado iguanodonte, que tenía la cabeza semejante a la de los lagartos, y de un metro de longitud. Este animal, de época remotísima, poseía, además, una gran cola y cuatro patas, las posteriores enormes, y algo más cortas las anteriores; al echarse hacia atrás sobre el suelo alcanzaba más de cuatro metros. Por muchos conceptos se asemejaba a un ave. Suponese que al principio utilizó sus patas delanteras como armas para defenderse en sus luchas. Con el tiempo se convirtieron en alas, y aprendió a volar con ellas. Era herbívoro.

Otros animales, bastante parecidos a éste, fueron carnívoros, como el enorme megalosaurio, que se alimentaba de la carne de los grandes herbívoros. Además de éstos hubo el brontosaurio y el cetiosaurio. El cuerpo de estos monstruos era tan voluminoso como el de los más corpulentos elefantes. Sus patas eran de la misma forma que las del iguanodonte, aunque algo más largas las delanteras. Medían estos seres hasta veinticinco metros de longitud, y al alcanzar su completo desarrollo, se elevaban sus dorsos a la altura de cuatro metros sobre el suelo. Todas estas criaturas pertenecían al grupo denominado de los dinosaurios, palabra que significa "terribles lagartos".

Según dejamos indicado, el mar estuvo habitado, en aquellos tiempos remotos, por algunos seres prodigiosos. Pululaban por sus aguas los que ahora llamamos lagartos-peces; y uno de ellos era el ictiosaurio, de doce metros de longitud, el cual tenía los ojos conformados de tal suerte, que podía adaptarlos tanto a la visión de los objetos próximos, como a la de los lejanos. Sus restos abundan en las costas de algunos países de la Europa septentrional; y de su estudio han deducido los naturalistas que aunque esos animales vivieran de ordinario en el agua, acostumbraban a arrastrarse por las playas, en las que tomaban el sol, como actualmente lo hacen la tortuga marina y las focas. El ictiosaurio ha desaparecido, pero vive el tiburón como un recuerdo de aquellas edades que fueron. La ballena es de origen mucho más reciente.

Los perezosos son hoy pequeños animales que viven colgados de las ramas de los árboles, en postura supina o panza arriba; son parientes próximos de criaturas enormes, que en lugar de suspenderse de los árboles para comer los retoños tiernos, podían coger el árbol entre sus quijadas y arrancarlo de cuajo. Los cuerpos de estos monstruos eran enormes, y sus patas delanteras poderosísimas. Ha existido un animal semejante a los grandes tardígrados o perezosos, llamado milodonte, cuyos restos han sido hallados en una inmensa cueva de la Patagonia. Debió ser sepultado allí hace muchísimo tiempo, pues junto con sus huesos se han encontrado los de otros animales de especies actualmente extinguidas. En esa caverna se descubrieron también huesos de perros y restos humanos, y, entre ellos, algunos huesos aguzados por el hombre para usarlos, quizás, a manera de tenedores; hallóse también una cantidad de hierba cortada, lo que hizo suponer que los salvajes de aquellos tiempos guardaron al milodonte vivo en dicha cueva, como en una jaula, y lo alimentaban con hierba, como se alimenta hoy a las vacas y a los caballos, etcétera.

El Colegio de Cirujanos de la ciudad de Londres conserva, casi completo, un magnífico esqueleto de milodonte; muy lejos se hallan hoy dichos restos del lugar de su procedencia, pues fueron hallados en 1841 a unas siete leguas al norte de Buenos Aires, en el gran depósito fluvial atravesado por el Plata y sus afluentes.

Casi todos estos monstruos extinguidos habitaron, en cierta época, en América. En aquellos tiempos toda la región interior del continente estaba cubierta de agua, en la que nadaban grandes peces y enormes reptiles, con otros de especies más pequeñas. Merodeaban por las orillas tigres armados de formidables colmillos, leones de talla superior a la que hoy tienen, grandes osos, que vivían en cavernas, rinocerontes cubiertos de lana, y numerosas manadas de hipopótamos. Dispersos por el continente americano, y por Europa, existían gacelas, grandes toros y cabras, y pequeños caballos salvajes; castores, mapaches, leopardos, linces, y gatos como los que ahora se conocen con el calificativo de egipcios. Existían numerosísimos cocodrilos y caimanes en los ríos; y vivían lobos y perros salvajes en los bosques y selvas. De todos ellos se hallan restos en las canteras, en las minas de hulla y en las excavaciones profundas efectuadas al tender las vías férreas, al abrir pozos, etc. Moraban entonces en la Europa septentrional animales que ahora sólo pueden habitar las regiones más frías del globo; y en ambos extremos de América había especies que ahora son peculiares de la zona tórrida. Esto nos demuestra cuan grandes debieron ser los cambios que ha experimentado el clima de ciertas regiones en las edades pasadas, ayudándonos a comprender una de las causas de la extinción de determinadas especies de animales primitivos.

Estos animales gigantescos tuvieron en un tiempo todo el mundo por suyo. Eran, pues, los amos de la Tierra; pero desaparecieron del modo que hemos visto, y de otros modos diversos. Muchos de ellos fueron destruidos por la gran Edad del Hielo -de la que tratamos en la Historia de la Tierra-, cuando repentinamente se alteró el clima de una gran parte del mundo y las criaturas vivientes perecieron fatalmente por efecto del frío casi en su totalidad.

Todas estas noticias referentes al mundo primitivo las hallamos en los grandes almacenes de la Naturaleza: las rocas, los cenagales, las inmensas extensiones heladas en que vivieron y murieron los extraños monstruos terrestres y marinos. Los grandes lagartos-peces han dejado de existir, y lo propio ha ocurrido con los monstruosos reptiles voladores. Las aves gigantescas están representadas tan sólo por el avestruz y el emú. Pero quedan aún algunos animales raros, verdaderos eslabones enigmáticos que enlazan la edad presente con aquellos tiempos tan remotos. Existen todavía: un mamífero volador, el murciélago; un curioso cuadrúpedo que pone huevos como las aves y tiene un pico como el del ánade, el ornitorrinco, y un extraño animal parecido a ciertos monstruos de otras especies ya extinguidas, el canguro. El perezoso gigante conocido con el nombre de megaterio está hoy representado por seres que a su lado serían como un gato junto a un elefante. Los murciélagos, con sus alas, sus garras, y el cuerpo de ratón, nos recuerdan los curiosos seres de las edades antiguas, y los lagartos y armadillos (mulitas, peludos, etc.) nos hablan de un tiempo en que sus antepasados figuraban entre las maravillas del mundo.

¿Para qué sirven todos esos animales? He aquí la pregunta que nos hacemos con frecuencia. Todas las cosas tienen, sin duda, su utilidad. Los más humildes cuadrúpedos, las aves y los insectos, son capaces de dar a los seres humanos muchas lecciones. Algunos ingenieros, por ejemplo, han proyectado abrir túneles bajo los ríos. La idea era atrevida, cuando se formuló por primera vez. ¿Cómo realizarla? Bastó imitar a un molusco, después de haberle observado mientras se abría camino en la madera: este animalejo perforaba el duro material en que trabajaba, y, al mismo tiempo, iba construyendo un revestimiento con cierta exudación mucosa, que, endureciéndose al secarse, impedía la obstrucción, o el derrumbe de la obra.

Nada más feo, en una colección zoológica, que los caimanes y cocodrilos. Son animales crueles a los que es preciso matar al cazarlos, porque, si pueden, devoran al hombre. Sin embargo, no podemos consentir que desaparezcan, porque sirven para perseguir a otros seres muy dañinos para la agricultura, y devoran los cuerpos de los animales muertos que arrastran las corrientes. Gracias a la voracidad de los caimanes, no se envenenan las aguas en ciertas regiones por la descomposición de tales despojos. También el hipopótamo come numerosas plantas acuáticas, que de otro modo obstruirían los ríos impidiendo la navegación.

Hay, pues, trabajo para todos. El hombre tiene el suyo; lo tiene también el elefante en los bosques, el hipopótamo en los ríos, y, en el aire, los más delicados insectos que nos dejan oír sus zumbidos. Todos ejecutan la labor para que han sido creados: contribuir a mantener el orden y la salubridad en el mundo, mantener el perfecto equilibrio de la Naturaleza.