La cebra constituye un deleitoso manjar para el león


Cuando puede elegir, el león prefiere devorar alguna cebra, porque la carne de este animal hállase recubierta de una capa de grasa que le agrada de modo extraordinario. En el orden de su predilección sigue a la cebra el hipopótamo muerto, que tiene más grasa aun. Y no ataca al mismo animal vivo porque, aunque bastante pacífico, es demasiado vigoroso para que pueda el león medir sus fuerzas con él. En defecto de los anteriores, el rey de los animales busca con preferencia una jirafa o un antílope. Agrádale también la carne de los búfalos, pero éstos son temibles adversarios, que combaten desesperadamente y logran en algunas ocasiones hasta quitar la vida al león.

En último caso, se conforma con los animales domésticos. Y no decimos nada del hombre, porque es muy raro que el león lo acometa deliberadamente sin ser antes atacado por él. Sin embargo, cuando se decide a hacerlo, es más temible que todas las demás fieras, excepto el tigre.

“Vamos a buscar una cebra”, se dice el león. Pero la cebra conoce el peligro: su instinto se lo advierte. Se halla despierta y pastando durante la noche, en compañía de jirafas y ñus. Sabe tan bien como nosotros que no existe otro animal que, como el león, sea capaz de esconder su voluminoso cuerpo en un espacio tan reducido; que ningún otro animal cuando salta se deja caer con tan certera dirección ni tan incontrastable pujanza. Por eso la cebra no se aproxima jamás a los arbustos, las hierbas o las cañas que puedan ocultar a su enemigo. El león se ve, pues, precisado a tramar un complot contra ella, ayudado por varios de sus fieros congéneres. Ocúltanse en diferentes lugares discretamente elegidos, y, saliéndole al encuentro uno después de otro, acosan a la cebra en la dirección conveniente, hasta que logran, por fin, que pase lo bastante próxima al último león escondido, para que éste pueda apresarla. Una sola dentellada del león, acompañada de un vigoroso zarpazo, pone fin a los padecimientos de la cebra y proporciona sustento a sus perseguidores.

Los que se han confabulado para cazar la cebra, tan pronto han asegurado la presa, riñen por su posesión, y los que salen derrotados dirígense, con frecuencia, en busca de otra víctima, en tanto que el vencedor celebra un festín espléndido. El león come hasta hartarse; dirígese después a una charca, donde satisface la sed, y, en cuanto el sol comienza a elevarse en el cielo, vuelve a su guarida, para entregarse al sueño.

Cuando abandona los restos de la cebra o jirafa que ha matado, salen de entre las sombras varias furtivas siluetas. Son los chacales, que acuden a devorar las sobras del león. Éste, por lo general, no se fija en ellos siquiera; pero si le ha sobrado mucho, es probable que regrese y ahuyente a los chacales, para tener seguro el sustento del siguiente día.

No se crea, sin embargo, que el león mata a un animal cada noche; a veces se ve obligado a ayunar, lo que le es beneficioso, por cierto.