Pentecostés


¡Oh madre de los Santos! ¡Conservadora eterna
De sangre incorruptible! ¡Ciudad que Dios gobierna
De la celeste al par!
¡Tú que hace tantos siglos sufres, combates y oras,
Y sin cesar despliegas tus tiendas vencedoras
Del uno al otro mar!

¡Hueste de los que esperan! ¡Iglesia de Dios vivo!
¿Dó estabas? ¿Qué secreto rincón, de luz esquivo,
Tu cuna protegió.
Cuando por los aleves al Gólgota arrastrado.
Desde su altar sublime tu rey crucificado
La tierra enrojeció?

Y cuando del sepulcro su Humanidad salida,
El vigoroso aliento de la segunda vida
Por siempre recobró;
Y cuando con el precio del rescate en su mano,
Del polvo vil al trono del Padre soberano
Triunfante se elevó;

¿Dó estabas, compartiendo sus penas y quebrantos,
Intima confidente de sus misterios santos,
Hija suya inmortal?
Velando con zozobra, y sólo en el olvido
Creyéndote segura, temblabas en tu nido,
Hasta el día vital,

En que sobre ti vino glorioso el Paracleto,
E inextinguible antorcha con su hálito perfeto
En tu diestra encendió;
En que sobre la cima, por faro de las gentes
Te puso, y en tus labios las pernéales fuentes
De la doctrina abrió.

Cual de uno en otro objeto la lumbre se desliza,
Y siendo una, a todos con variedad matiza
De tintas mil y mil;
Tal múltiple resuena el inspirado idioma,
Y a un tiempo lo comprenden el griego y el de Roma,
El judío, el gentil.

Tú que ídolos adoras, doquier su templo exista.
Atiende al grito santo, y la ofuscada vista
Vuelve a Jerusalén:
Del degradante culto la tierra avergonzada.
Vuelva a su Dios, y abierta a era mejor la entrada.
Renazca para el bien.

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¿Por qué, a sus pequeñuelos besando, aun suspira
La esclava, y con envidia el libre seno mira
Que a libres engendró?
¿No sabe que a los siervos Cristo a su reino eleva.
Que en todos, uno a uno, los tristes hijos de Eva
Al padecer pensó?

Nueva franquicia anuncian los cielos, nueva alianza.
Nuevo orden de conquistas, y gloria que se alcanza
En más sublime azar;
Paz nueva que resiste a embate furibundo
Cual a insidioso halago, paz que escarnece el mundo
Mas no puede arrancar.

Oh Espíritu, postrado al pie de los altares,
Cruzando densos bosques o vastos hondos mares,
Solos o en comunión.
Del Líbano a los Andes, de Hibernia a Cuba ardiente,
Dispersos por el globo, y en ti fraternalmente
Formando un corazón.

Nosotros te imploramos: propicio a quien te adora,
Oh Espíritu clemente, y aun a quien te ignora.
Baja, ¡oh renovador!
Reanima tú los pechos que a helar la duda vino,
Y a los vencidos sirva de galardón divino
El propio vencedor.

Baja, de las pasiones amansa la ira fiera,
E infunde pensamientos de aquellos que no altera
La muerte con su horror.
Con lluvia bienhechora tus propios dones riega;
Fecúndelos tu gracia, tal como el sol despliega
El germen de la flor,

Que sin cogerla nadie, muriera ajada y sola
Sobre el humilde césped, ni abriera su corola
De fúlgido matiz,
Si no se le infiltrara difusa en el ambiente
Aquella luz suave, de vida asidua fuente.
Jugo de su raíz.

Nosotros te imploramos: desciende, dulce aura,
Y la abatida mente del infeliz restaura
Con divinal solaz;
Cual huracán desciende al corazón violento,
E impónle tal espanto que a blando sentimiento-
Reduzca el brío audaz.

Por ti la frente mustia levante el pobre al cielo
Que suyo es, y trueque, pensando en su modelo.
En gozo la aflicción;
Y aquel a quien fué dada riqueza o bien sobrante.
Dé con sigilo honesto, dé con el buen talante
Que acepto te hace el don.

Respira de los niños en !a inocente fiesta;
A las doncellas tiñe de púrpura modesta
El rostro encantador;
A las vírgenes puras delicias misteriosas
Dispensa en su retiro; consagra en las esposas
El pudibundo amor.

Del confiado joven templa el ardor inquieto;
Del hombre ya maduro dirige a noble-objeto
La firme actividad;
Santas aspiraciones a la vejez sugiere;
Brilla en la vista errante del que esperando muere,
Sol de la eternidad.


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