CORTEJO FÚNEBRE - Guerra Junqueiro


Qué alegrías hondas, vírgenes, palpitan
En este lavado despertar de aldea!...
Y los gallos cantan... y las norias gritan,
Y en los olmos blancos, de hojas que se agitan,
Refulgente y nueva, la luz pajarea...

Por la senda, que entre trigales descuella,
Una rapazuela - ¡tro-la-ró-la-rá!-
Guía su carreta la mañana aquella:
La carreta cruje, que va el tronco en ella
De un castaño muerto podrecido ya.

¡Oh, qué donosica, boyeriza fiera!
La sonrisa arisca, los ojos de cielo.
Su aguijón empuña, candida y ligera,
Con la gracia aérea de ave de ribera,
Verderón, ármela, picaza o bubrelo...

Rubia, mas de un rubio dorado de abejas;
Fresca, de claveles a la madrugada;
Cerezas maduras lleva en las orejas,
En la boca le arden canciones bermejas,
¡Y un lucero brilla sobre su aguijada!

Descalcica y pobre, sin aire mendigo
No vi por las sendas milagro mayor:
La viste de oros el buen sol amigo,
Su sombrero es paja que hace un mes dio trigo,
Su basquina es lino, que hace un mes dio flor.

Y aquellos dos bueyes enormes, flemáticos,
En el aleluya triunfal de la aurora,
Van, como piadosos monstruos enigmáticos,
Lentos y pacientes, rígidos y extáticos,
Rumiando evangelios en la santa hora.

Al arado, al carro, presos noche y día,
Como con grilletes uncidos están;
Y, sumisos, una rapaza los guía,
Y en los surcos que abren, la amapola cría,
Cantan las alondras, y madura el pan.

Llevan las serenas frentes majestuosas,
Todas enramadas como dos altares;
Madreselvas, juncias, pámpanos, mimosas;
Las abejas pasan desflorando rosas
Y las mariposas, en noviazgo, a pares...

Y el castaño muerto, sobre el carro, en tanto,
Por entre los trigos avanza también:
Lo amortajan yedras en su verde manto,
Dióle el fango leche, dale; el alba llanto,
¡Oh, dichoso muerto, que hasta huele bien!

Líquenes y musgos –química incesante-
Ponen a hervir almas en su corrupción...
Ya, en este esqueleto mondo de gigante,
Bajo el sol, en una bacanal radiante
Millones de vidas hacen irrupción...

Y la fortaleza se une a la dulzura:
El león del Libro muere en un vergel;
Y, del tronco muerto por la costra dura,
Un enjambre de oro crepita y murmura,
Labrando panales candidos de miel...

¡Oh, los mansos bueyes de pupilas vastas,
Que elaboran vagos fantasmas secretos!
Los gorriones pican, trepando, en sus astas
Y caen de sus ojos bendiciones castas
Sobre los caminos tórridos y quietos...

¿Llorarán la muerte del castaño ingente
Bajo el cual durmieron siestas estivales?
Almas de la selva, su mirar doliente
¿Recogerá acaso misteriosamente
La expresión de vuestras lenguas floréales?

¿Qué es, castaño muerto, de la vida extraña,
Que en el micro ovario de una flor nació,
Y engendró raíces, y se hizo tamaña,
Y trescientos años, sobre una montaña,
Sus trescientos brazos de coloso ir guió?...

¿Dónde, el alma, origen de estas formas bellas?
Tanto embrión de formas ¿qué quiso decir?
¿Cuál fue el alma, el símbolo, diluido en ellas?
Roto ya el encanto, no nos quedan huellas
Ni aun de qué destino te aguarda al morir.

¡Noche oscura!... ¡Enigma!... No: lo que yo quiero,
Boyeriza linda, linda y extasiada,
Es esta inocencia blanca, de cordero,
La alegría de oro de tu andar ligero
Y el candor de aurora que hay en tu mirada.

Bueyes que yo adoro, lo que mi alma anhela
Es vivir con vuestra santa paz cristiana;
Fecundar las viñas, orar mi parcela
Y en los ojos garzos de una rapazuela
Tener dos estrellas color de mañana.

Lo que yo quisiera, muertos castañeros,
Es, como vosotros, levantar mis ramas,
Dar trescientos años sombra a los cabreros
Y en ahumados llares de alegres braseros,
Calentando abuelos, deshacerme en llamas...