Parte 4


Pero Roberto instila en ofrecerse al peligro y se arroja al mar.

Hacia el negro peñón el rumbo guía,
Y sin temor confía
A sus robustos brazos su defensa.
Mas de repente, en turbio remolino,
A trastornarle vino
Ola veloz, arrolladura, inmensa.

Sobre su frente con estruendo estalla,
Y en desigual batalla
Le revuelca, le arrastra y le sofoca.
Desaparece el desdichado, juega
La onda con él, y ciega
Le estrella al fin contra la enorme roca.

Ante aquel espectáculo de muerte.
Desencajada, inerte,
De pie sobre la mole de granito
Que sacude la mar tempestuosa.
Lanzó de pronto Rosa
Un grito aterrador. ¡Qué horrible grito!

El ¡ay! desgarrador, como una espada.
De quien no espera nada;
¡Ay! que del corazón en lo más hondo
Las heces amarguísimas remueve
Del cáliz en que bebe
La humanidad, para el dolor sin fondo.

Cual mies que cede al ímpetu del viento,
Convulsa, sin aliento.
Levantando sus manos, ya inactivas,
La humilde multitud se postra en tierra,
Y con fervor que aterra
Eleva a Dios sus preces aflictivas.

¡Oh momento solemne! Austero y triste
La majestad reviste
De su augusta misión al sacro anciano,
Y humedeciendo el llanto sus mejillas.
Se dobla de rodillas
Ante la inmensidad del Océano.

Su mano extiende trémula y cansada,
Levanta la mirada
A la celeste bóveda, testigo
Mudo de tanto horror, y con acento
Parecido a un lamento:
-¡Hijos! -grita-. ¡Os absuelvo y os bendigo!

¿Qué vio después la multitud? Ver pudo
El cielo siempre mudo,
Desierto el mar, la barca destruida,
Y una hermosa mujer, rígida y yerta.
Lo mismo que una muerta.
En el estéril peñascal tendida.

Un año ha transcurrido. La alta cumbre
Con su postrera lumbre
Baña fúlgido sol desde el ocaso,
Y en hora tal de paz y de misterio,
Al santo cementerio
Una débil mujer dirige el paso.

¡Cuan sola está, cuan pobre, cuan cambiada!
Rosa fragante, ajada
En mitad de su alegre primavera,
Bajo el vivaz recuerdo que la excita,
¡Aquella flor marchita
Ni sombra es ya de lo que entonces fuera!

Abraza y besa, con febril cariño,
A un escuálido niño
Nacido entre miserias y trabajos.
El hatillo de príncipe, que un día
Soñó la fantasía
Del infeliz Miguel, era de andrajos.

Recrudeciendo el duelo que la enerva.
Entre la fresca hierba
Dos fosas busca, se prosterna y ora.
Y cobrando calor de un seno amante.
El desvalido infante
Sus manecitas mueve, y también llora.

¡Ay! ¿Podrá ser que el leño de la selva
A engalanarse vuelva?
¿Renovará sus cánticos el ave
Que dejó la borrasca, herida y muda?
¿La infortunada viuda
Olvidará algún día? ¡Dios lo sabe!

Todo lo gasta y borra el tiempo ingrato:
El ardiente arrebato
Del amor, la ilusión que se deshoja,
La fe que expira, el gozo y el tormento:
Que el hondo pensamiento,
Como el mar, sus cadáveres arroja.

Mas cuando alguno en nuestra mente queda,
Cuando tenaz se enreda
Al débil corazón, y en él dilata
Su raíz, como hiedra trepadora.
Entonces nos devora.
Porque el triste recuerdo, o muere o mata.


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