Parte 1


A media legua de Palos,
Sobre una mansa colina,
Que dominando los mares
Está de pinos vestida,
De la Rábida el convento,
Fundación de orden francisca
Descuella desierto, solo
Desmantelado, en ruinas:
No por la mano del tiempo,
Aunque es obra muy antigua,
Sino por la infame mano
De revueltas y codicias,
Que a la nación envilecen
Y al pueblo desmoralizan,
Destruyendo sus blasones,
Robándole sus doctrinas.

De este olvidado convento,
Ante la portada misma
En la llana plataforma,
Sitio de admirable vista,
Una mañana de Marzo,
Mientras que solemne misa
En la iglesia se cantaba,
Y escaso concurso oía,
Tres y medio siglos hace,
Para gloria de Castilla,
Apareció un extranjero
De presencia extraña y digna

En aquel punto acababa
De llegar allí; vestía
Justillo de roja tela,
Aunque usada y vieja, fina.
Un manto de lana pardo
Con mangotes y capilla,
Un birrete de velludo,
Y de orejeras caídas,
Unas portuguesas botas,
Más enlodadas que limpias;
Y bajo el brazo pendiente
Un zurrón, saco o mochila,
Donde un pequeño astrolabio,
Una brújula marina,
Un libro de devociones
Y unos pergaminos iban.

Despejada era su frente,
Penetrante era su vista,
Su nariz, algo aguileña,
Su boca, muy expresiva,
Proporcionados sus miembros,
Y su edad, si no florida,
Tampoco tan avanzada
Que llegase a estar marchita.

Con el cariño de padre,
De la mano conducía
Un cansado y tierno niño,
De belleza peregrina;
Pues en su cándido rostro
De rosa y jazmín, lucían
Dos nobles ojos azules.
Llenos de inocencia y vida;
Y desde su ebúrnea frente
Por su cuello descendían
Los cabellos anillados,
Que el sol miró con envidia.
Ser dijérase el modelo
Que de Urbino el gran artista,
En los ángeles copiaba,
Que tanto encanto respiran;
Y de su gallardo padre
A la sombra, parecía
Un lirio fresco y lozano
Que nace al pie de una encina.

Este extraño personaje.
Con esta criatura linda.
Taciturno paseaba
Con facha contemplativa.
Ora por el mar de Atlante
Que rizaban frescas brisas,
Como buscando una senda
Giraba ansiosa la vista:
Ora allá en el horizonte
De occidente la ponía,
Cual si algún objeto viera,
Inmóvil, clavada, fija.
Y ya al cielo una mirada
De entusiasmo y de fe viva
Daba, animando su rostro
Una inspirada sonrisa;
Y ya de pronto inclinando
La frente a tierra, teñían
Melancólicos colores
Sus deslustradas mejillas.

De sus hondos pensamientos
Y de su inquietud continua,
Sacóle la voz del niño
Que pan y agua le pedía;
Pues en cuanto oyó su acento
Y vio su aflicción, se inclina,
Tierno le toma en sus brazos,
Lo consuela, lo acaricia,
Y diligente se acerca
A la abierta portería,
A demandar el socorro
Que aquel ángel necesita.

Recíbele afable un lego:
Que entre en el claustro le indica;
Y que en un escaño espere,
Mientras él va a la cocina.

Fray Juan Pérez de Marchena,
Guardián entonces por dicha,
Junto a los viajeros pasa
Volviendo de decir misa;
Y curioso contemplando
Su apariencia peregrina,
Informóse del socorro
Que cortésmente pedían.
Y por un secreto impulso
Que en favor de ellos le anima,
Inspiración de los cielos
Que su nombre inmortaliza,
O porque era religioso
De caridad, y de eximia
Virtud y muy compasivo
Con cuantos allí venían,
A aquellos huéspedes ruega
Que en su pobre celda admitan
Parte de su escaso almuerzo
Y descanso a sus fatigas.

Aceptado fue el convite,
Y por la escalera arriba,
El religioso delante
Y el hijo y padre en pos iban,
Formando un sencillo cuadro
Cuyo asunto ser dirían,
El talento y la inocencia
Con la religión por guía.