Parte 2


IV
¡Cuan infausta
Es vuestra dura suerte, oh compañeras
Del infeliz marino! ¡Cuan horrible
Es decir: “Todos los que el alma precia,
Hijos, esposo, padre, hermanos, todos,
Todos allá, en la mar, entre olasruedan”
¡Dios! ¡Ser juguete de volubles aguas,
Víctima es ser de caprichosas fieras!
Pensar ¡ay! que con seres tan queridos
Al azar las corrientes tal vez juegan,
Y que en su trompa retorcida el viento
Sobre ellos sopla ráfagas violentas;
Que zozobran quizás en este instante,
Y que para afrontar la ira soberbia
Del piélago sin fondo y de esos cielos
Do ningún astro alumbra las tinieblas,
Sólo tienen ¡oh Dios! frágiles tablas
Y el lienzo hecho jirones, de sus velas!
¡Horrible incertidumbre! Corren locas
Sobre ese lecho de redondas piedras
Que a la orilla amontona la resaca;
Asciende y sus pies baña la marea:
Y “Mis hijos devuélveme”, le gritan.
Mas ¿qué queréis que en su siniestra lengua
Diga al siempre sombrío pensamiento
La amenazante mar, siempre revuelta?

¡Pobre mujer de pescador! Y Juana
Aun es más infeliz. Solo navega
Su esposo. ¡Solo, en tan horrible noche!
¡Solo bajo el sudario de la niebla!
Demasiado pequeños son tus hijos,
Madre, y exclamas en tu cuita acerba:
“¡Si ellos fuesen mayores! ¡Va su padre
Tan solo por el mar!...” ¡Mentidas quejas!
Un; día, cuando afronten, de ti lejos,
Con su padre, del mar la furia eterna,
Dirás, la faz bañada en llanto amargo:
“¡Oh santos cielos! ¡Si pequeños fueran!...”

V
La capa toma y la linterna. Es la hora
De ir a ver si ya vuelve a la ribera,
Si el mar, más apacible, se adormece,
Si él día en el Oriente ya alborea;
Si trilla aún en el mástil encendida
La luz que al pescador la playa muestra.
“¡Vamos!” Y parte. El soplo de la brisa
No anuncia aun la mañana, ni blanquea
La luminosa línea que se extiende,
Nuncio del alba, sobre el mar. No cesa
La fría lluvia, y nada es más sombrío
Qué la lluvia si el día ya se acerca.
Parece que dudosa la mañana
Tímida y vacilante se detenga,
Y que, cual niño, el alba, al nacer llore.
ella sigue marchando. Y no hay abierta,
Por pálido fulgor iluminada,
Ventana alguna en la dormida aldea.

De repente a sus ojos, que buscaban
Entre las sombras lúgubres la senda,
Vieja choza aparece misteriosa.
Ni fuego allí, ni luz. Cerrada puerta
Palpita al viento, que la abate. Oprime
Techo que amenazante cae a tierra,
Las Itapias, que los años desmoronan
Y destructor el ábrego golpea
El bálago, que sucio y amarillo
Apenas cubre la vetusta cueva.
“Ya eché en olvido a la angustiada viuda,
La mujer exclamó: sola y enferma
Hallóla mi marido el otro día:
Llamemos; ¡infeliz! ¿qué será de ella?”
Llama a la puerta. Todo calla. Vuelve
Otra vez a llamar. Fúnebre reina
Hondo silencio. Tiembla al viento frío Juana.
“¡En la cama, sin valer sus fuerzas!
¡Y sin pan, y con hijos! ¡Pobres hijos!
¡Verdad es que tan sólo dos le quedan!
¡Mas, viuda y pobre!” Y llama y no responden
“¡Hola!; ¡escuche, vecina!” Y no contestan.
“¡Cuan dormida estará, que tantas veces
Me hace llamar!” Pero la rota puerta,
Cual si compadecida la escuchase,
Por sí misma en la sombra se abrió lenta,

VI
Entró, y el interior de la cabaña
Muda junto a las ondas turbulentas,
Iluminó su luz. La lluvia el techo
Penetraba, y caía en gotas gruesas.
Forma terrible en el obscuro fondo
Tendida yace. Inmóvil, muda, yerta,
Una mujer, los fríos pies descalzos,
Las pupilas sin luz, fijas y muertas:
¡Cadáver hoy, ayer madre gozosa!
Espectro de la muerte y la indigencia:
¡Cuanto del pobre, tras su luengo y rudo
Fatal combate con el mundo, resta!
Su helada mano desplomóse inmoble
Sobre la paja de su lecho seca;
Y horrorizada su entreabierta boca,
Donde el alma, al huir, lanzó siniestra
Ese grito solemne de la muerte,
Que oye la eternidad! Con faz risueña
Dos ángeles dormían en la cuna,
Junto al cadáver de su madre.
Y ella Viéndose ya morir, con sus vestidos
Envuelto había, porque no sintieran
El hielo de la muerte, sus pies tiernos;
Y su lecho abrigó con mano incierta
Para que en paz durmiesen, mientras
fría, Ella temblaba en la agonía extrema.


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