LA BENDICIÓN - Francisco Coppée


No puede leerse sin sentir un estremecimiento de horror, la bárbara y sacrílega escena que tan al vivo pinta Coppée en esta otra poesía.

Era en mil ochocientos nueve cuando
Penetramos, por fin, en Zaragoza.
Yo era sargento. La jornada aquella
Fue sangrienta y horrible. Tras la toma
De la ciudad, las casas una a una
Tuvimos que ganar. Cerradas todas.
Lluvia espesa de tiros nos lanzaban
De las ventanas; y de boca en boca
Esta razón corría: “Son los curas
Los culpables.” Y cuando, como sombras,
A lo lejos corrían, fatigados
Nosotros de luchar desque la aurora
Temprana despuntó, con las pupilas
Quemadas por el polvo, y la enfadosa
Amargura en los labios, del cartucho
Mordido sin cesar, con mano pronta
Y con ánimo alegre todavía
Solícitos gastábamos la pólvora
Haciendo fuego a los manteos negros
Y sombreros de teja. En mi memoria
Aun todo vivo está. Lento seguía
Mi batallón una calleja angosta.
De avanzada, en mi puesto de sargento,
Yo marchaba, y la vista presurosa
Volvía, o un lado y otro, a los tejados,
Y ráfagas veía aterradoras
Como alientos de fragua, y a lo lejos
Sonaban en tumulto voces hórridas
Y gritos de mujeres degolladas.
Cadáveres tendidos en las losas
De la calleja, el paso detenían,
Y sobre ellos saltábamos. La tropa
Penetraba encorvada en los humildes
Tugurios, y al salir mostraba roja
La bayoneta, y dibujaba cruces
Con sangre en la pared. Precaución propia
Era de aquel desfile, a retaguardia
No dejar enemigos. Sin las notas
Alegres de la música, avanzábamos.
Sin el redoble del tambor. Faz torva
Mostraban nuestros bravos oficiales;
Y hasta los veteranos, gente heroica,
Apretaban las filas, y sentían.
Como reclutas, interior zozobra.
De súbito, a la vuelta de una esquina,
“¡Socorro!”, con clamores de congoja
Nos gritan en francés, y tropezamos
Con una compañía medio rota
De nuestros arrogantes granaderos,
Rechazados en fuga ignominiosa
Del atrio de un convento, que guardaban
Veinte monjes no más, legión diabólica
De rapada cerviz, con cruces blancas
Visibles bien sobre las negras ropas,
Y que, descalzos, los sangrientos brazos
Arremangados, con terrible cólera,
Al golpe de tremendos crucifijos
Rechazaban las huestes invasoras.
¡Trágica escena aquélla! Disparamos
Todos, y la descarga no fue floja:
Quedó bien despejada la plazuela.
Con perverso deleite, con monstruosa
Tranquilidad, cansados ya, sintiendo
En el ruin corazón ansias hediondas
De verdugo, inmolamos aquel grupo
De mártires. Después, la feroz obra
Ya consumada, cuando el humo denso
Desvanecióse en la serena atmósfera,
Vimos, de los cadáveres, caliente
Bajar la sangre por las gradas toscas
Del pórtico, y abrirse ante nosotros
La vasta nave de la iglesia lóbrega.
Fija constelación de puntos de oro
Daban los cirios a la opaca sombra;
El incienso subiendo en blancas nubes,
Dulce esparcía su enervante aroma;
Y en el fondo del coro, cual si nada
Oyera de la lucha fragorosa,
De cara hacia el altar, un sacerdote
Flaco, muy alto, a cuya sien corona
Daban cabellos blancos, terminaba
Tranquilo las sagradas ceremonias
Del cotidiano oficio. Es un recuerdo
Que nunca de mi espíritu se borra;
Hoy, que lo cuento, tengo tan presentes
Cual si estuviese viéndolos ahora.
Aquella iglesia, cuyo extraño frontis
Algo recuerda las mezquitas moras;
Los monjes en montón asesinados;
El sol, a cuya luz deslumbradora
Humeaba la sangre, y en el fondo
Del negruzco portal, bajo las bóvedas,
Allá dentro, el altar y el sacerdote
Y el resplandor de la sagrada pompa.
Yo era entonces hereje empecatado.
Un costal de blasfemias, una alforja
De temerarias burlas, y aun recuerdo
Que encendí, por burlesca vanagloria,
Cuando una catedral a saco entramos,
Mi pipa en una lámpara, entre bromas
De mis gozosos camaradas. Pero
Aunque todo lo eché siempre a chacota,
Aquel viejo, tan pálido y tan grave,
Me daba miedo, “¡fuego!” con voz ronca
Exclamó un oficial. Nadie en las filas
Se movió. El sacerdote, aquella odiosa
Orden debió entender, mas no hizo caso.
Volvióse, la eucarística custodia
En las manos, pues era el punto mismo
En que, la misa terminada, toca
Al oficiante bendecir al pueblo.
Los brazos levantó, como paloma
Que las alas va a abrir. Retrocedimos
Todos perplejos, y con calma estoica
Trazó la cruz, cual si a sus pies postrada
Estuviese, no más, la grey devota;
Y sereno, solemne, reposado.
Con religioso tono de salmodia
Y voz segura dijo: -Benedicat
Vos omnipotens Deus. Con estentórea
Voz el mismo oficial repitió: “¡Fuego,
O voto a bríos!” Y la orden perentoria
Un soldado ¡un cobarde! obedeciendo,
Disparó. A la explosión espantadora
Palideció algo más el monje; pero
Sin entornar los ojos, con sonora
Entonación siguió: “Pater et filius.”
¿Qué alma de hiena, del soldado impropia,
Hizo entonces surgir de nuestras filas
Otro tiro? En el ara. temblorosa,
Apoyó el viejo la siniestra mano,
Y con la diestra sosteniendo la hostia,
La santa bendición completó, y dijo
En voz muy baja, que en la iglesia toda,
Sumida en el silencio, sonó clara:
-”Et Spiritus Sanctus.-” Y la fórmula
De la oración cumplida, cayó muerto.
Desprendido el viril, en las baldosas
Chocó sonante y rebotó tres veces;
Quedó espantada la aguerrida tropa
Del martirio cruel y el brutal crimen;
-Amén, dijo, no más. en son de mofa
Un tambor, el bufón del regimiento,
Y echó a reír con risa estrepitosa,


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