Los moriscos fueron muy populares y celebrados en aquellos tiempos


Otro de los romances más famosos era uno de los llamados moriscos, que como sigue:

El conde Valencia había salido de su castillo para combatir a los moros y ninguno de los suyos tenia nuevas de él, a pesar de haber transcurrido un año desde que de Valencia se ausentara. Su esposa, la condesa, envió mensajeros por todas las comarcas lindantes en busca de noticias de su señor y esposo, pero ninguno de ellos sabía del ausente conde. Paseaba cierto día la condesa por sus jardines, cuando le anunciaron que un caballero, venido de lejanas tierras, solicitaba verla, pues le traía nuevas de su señor. Conducido a Valencia de la dama, rehusó el caballero alzar la visera del yelmo, pues tan triste era su mensaje que habría de alienarse hondamente al fijar sus ojos en el rostro de la dama o al ser visto por ella. Venía el extraño caballero vestido de negra cota de mallas hablaba a través de las barras de su yelmo, ocultos los ojos por la visera, y así le refirió como su esposo, el conde de Valencia, había muerto caballerosamente más de seis meses hacía, peleando con los muslimes. Añadió que su muerte había sido Llorada por indos los caballeros, y el infortunado conde le había encomendado a él, su mejor amigo llevar a su amada esa la triste nueva de su muerte. En prenda de verdad entregó el caballero a la condesa un guardapelo de oro que su marido siempre había llevado pendiente del cuello desde que su esposa se lo pusiera en el momento de su despedida, con una sortija y un rizo de sus cabellos dentro.

Reconoció al instante la condesa el medallón, y, disipadas sus amorosas dudas, prorrumpió en amargo llanto. Esforzábase el caballero en Consolarla, diciéndole cuan glorioso fin había tenido su esposo, digno de llevar el honroso título de conde de Valencia, y refirióle, además, que, antes de morir, le encargó, como gran noble de Francia quo era, pedir la mano de la condesa y ayudarla a gobernar sus dominios, sirviéndole de égida protectora en su soledad.

Tan reposadas razones no hicieron sino acrecentar el llanto de la dolorida dama, la cual dijo al caballero, entre mal reprimidos sollozos, que aunque la voluntad de su marido fuera darle por esposo al mejor de sus amigos y a la vez gran noble de Francia, ella no le aceptaría, pues su corazón pertenecía al conde de Valencia, sin que tuviera intención de hacer donación de él a ningún otro, por más digno que fuera; que tenía resuelto retirarse a un claustro, cual cumplía a toda noble dama, fiel a su único esposo; y que el mundo no la volvería a ver jamás.

Mientras tal decía la condesa, alzó el caballero de Francia la visera de su yelmo, y abrazando a la afligida dama, le rogó que cesara en su llanto, ya que él no era otro sino su propio marido, el conde de Valencia, y noble de Francia a la vez, título que el emperador le había otorgado por sus brillantes proezas en Tierra Santa. Pidióle luego perdón de la pena que le había causado, por haber usado de aquella artificiosa ficción, pues con ella sólo había querido procurarle una mayor alegría y más espléndida recompensa por su nobleza y fidelidad.

Muchos fueron los valerosos caballeros que se coronaron de gloria durante las guerras de las Cruzadas, pero pocos se conquistaron tanta celebridad como Durandarte. Había este caballero pretendido, durante siete años, a doña Belerma por esposa, mas ésta nególe su mano hasta tanto no hubiese llevado a cabo alguna hazaña; por lo cual partió Durandarte animoso a Tierra Santa, y quedóse la dama en su castillo de Francia.

Estaba, cierta mañana, doña Belerma tejiendo telas de fina seda, rodeada de sus doncellas; en sus labios retozaba una sonrisa y agitábase su pecho de emoción, cuando de pronto se irguió y, tendiendo sus brazos al cielo, prorrumpió diciendo que era la más afortunada mujer de su tiempo y de todos los pasados, pues uno de los más célebres caballeros de Francia le había hecho la corte durante siete años y estaba, al presente a punto de regresar de lejanas tierras, de donde le traía honra y gloria. Añadió que si le había fingido frialdad e indiferencia era para alentarle a que buscara timbres de gloria de los que ella quedaría muy orgullosa y satisfecha al verle volver victorioso.

Decía doña Belerma estas y semejantes razones, cuando le advirtieron que en la sala del castillo la esperaba impaciente un caballero. Era éste Montesinos, primo de Durandarte, que le traía un presente desde Tierra Santa. Grande fue el orgullo y contentamiento de la dama, pues el don era un cofre de oro, que ella estaba segura encerraría ricos tesoros, enviados por Durandarte, para hacerle honor. Mas, he aquí, que para confusión de la altiva señora, al abrir el cofre, no se vio en él otra riqueza que el corazón seco y embalsamado de Durandarte, el cual había perdido su vida obedeciendo la voluntad de Belerma, a quien enviaba desde el sepulcro el corazón que ella, por tan largo tiempo había desdeñado.

En los días del emperador Carlomagno no hubo caballero de la Tabla Redonda más intrépido y esforzado que Rolando, su sobrino. Prudente en el consejo, valeroso en el campo de batalla, constante en la amistad y fiel en el amor, su fama volaba por toda la cristiandad. Mientras estaba ausente en las guerras, su gentil esposa, doña Alda, permanecía encerrada en el castillo, en París, rodeada de sus trescientas damas de compañía. Iguales eran los vestidos que llevaban y sentábanse todas a la mesa de doña Alda, cuya voluntad cumplían en todo tiempo, sin separarse jamás de la dama, mientras su señor, Rolando, estaba en la guerra.

Cien de ellas hilaban oro con que bordar las telas que otras ciento tejían, y todas eran maestras en tañer diversos instrumentos músicos, a cuyo son entonaban endechas a las hazañas del invicto caballero.

En París está doña Alda,
La esposa de don Roldan.
Trescientas damas con ella
Para la acompañar:
Todas visten un vestido,
Todas calzan un calzar,
Todas comen a una mesa,
Todas comían de un pan,
Si no era doña Alda,
Que era la mayoral.
Las ciento hilaban oro,
Las ciento tejen cendal,
Las ciento tañen instrumentos
Para doña Alda holgar.

Cierto día, estaba doña Alda hilando, mientras escuchaba las canciones en loor de su ausente esposo, cuando, a la dulce consonancia de la música, quedóse suavemente dormida. Fue su despertar un grito tan agudo, que el laúd de la dama que lo pulsaba rodó por el suelo, y las damas todas acudieron presurosas a preguntar cuál era la pena que afligía a su noble señora. Contóles ésta un extraño sueño que había tenido de un halcón, cazado por un aguililla, el cual, al ser alcanzado por las garras de ésta, lanzó un espantoso chillido, salpicando con sangre sus ropas de oro y grana.

-¿Qué es aquesto, mi señora?
¿Quién es el que os hizo mal?
-Un sueño soñé, doncellas,
Que me ha dado gran pesar;
Que me veía en un monte,
En un desierto lugar;
Do son los montes muy altos
Un azor vide volar;
Tras del viene una aguililla
Que lo ahinca muy mal.
El azor con grande cuita
Metióse so mi brial;
El aguililla, con grande ira,
De allí lo iba a sacar;
Con las uñas lo despluma,
Con el pico lo deshace.

Presa de gran turbación mandó doña Alda en busca de alguien que supiese interpretar el sueño. No tardó en comparecer ante ella una entendida mujer de la corle, quien le advirtió que en breve plazo volvería el esposo ausente. Sin embargo, pocos días después anunciaron a doña Alda que un caballero herido solicitaba hablar a la esposa del ilustre Rolando.

-Aquese sueño, señora,
Bien os lo entiendo soltar:
El azor es vuestro esposo
Que viene de allende el mar;
El águila sedes vos,
Con la cual ha de casar,
Y aquel monte es la iglesia
Donde os han de velar.
-Si así es, mi camarera.
Bien te lo entiendo pagar.
Otro día de mañana,
Cartas de fuera le traen;
Tintas venían de dentro,
De fuera escritas con sangre,
Que su Roldan era muerto
En la caza de Roncesvalles.

No bien hubo entrado el caballero en el aposento de la dama, cayó de rodillas y, ocultando su faz entre las manos, exclamó que era el más infortunado de los hombres, pues él sólo había sobrevivido en la batalla de Roncesvalles, pasando por el dolor de ver al noble Rolando tendido en el valle, al pie de una roca, bañado en su propia sangre. Transida de aflicción, trocó doña Alda sus pomposos ropajes por los negros velos de la viudez, y durante largos días resonaron en el castillo los ecos de salmos y plegarias por el alma del valiente Rolando y de sus bravos caballeros. Pero su fama no murió, pues todos los trovadores cantaron sus hazañas, que han logrado gloria inmarcesible.

Grande fue el luto en los castillos de Francia, cuando el emperador Carlomagno hubo perdido a su sobrino, flor y prez de los caballeros, en el valle de Roncesvalles. Uno de los más célebres camaradas del caballero Rolando fue don Beltrán, quien, por largos años, había sido su compañero en las armas y en la corte del emperador. Cayó también este valiente en el calor de la refriega y, al advertir su falta en el campamento, se echó a la suerte quién tendría que ir en su busca. El caballero señalado por ella encaminóse sin demora al campo de batalla, montando brioso alazán, y en el camino topó con un moro a quien preguntó si, por ventura, había visto a un caballero alto, vestido de blanca armadura, jinete en árabe corcel. Suspiró el moro y replicó que su gozo sería grande en poder responderle que había sido hecho cautivo, pues en caso tal se le podría rescatar a peso de oro, según era costumbre, si el cautivo era un noble; pero que, por desgracia, había sucumbido en el campo de batalla, atravesado siete veces por la lanza enemiga, y su caballo herido otras tantas. El noble animal había aunado todos sus esfuerzos para poner a su amo en salvo, pero el número de los moros era grande, y caballo y caballero habían rodado por el suelo ensangrentado. Moros y cristianos lloraron al gran Rolando y a su valeroso amigo don Beltrán, y levantaron sobre sus sepulturas un monumento, en que se leen estas palabras: «Aquí viven para siempre la flor de los caballeros, el inmortal Beltrán y su amigo Rolando, en quienes la historia reconocerá eternamente a los héroes de Roncesvalles».