LA POESÍA DE LA NATURALEZA


La naturaleza con su infinita variedad de formas, con la inagotable riqueza de su vida, proporciona a la poesía una fuente perenne de estímulo e inspiración.

En efecto, además del mundo humano y social del cual puede extraer el poeta abundante material para su arte, la naturaleza le proporciona, por su parte, un espectáculo que, a los ojos de la musa, adquiere un valor no menos significativo y elevado que aquél que brinda el alma del hombre con sus variadas pasiones.

Desde las más bajas manifestaciones de la vida, y aun antes de que ésta aparezca, en el mundo inanimado de las piedras y de los cristales, la belleza del universo se hace presente de manera maravillosa.

Las formas sorprendentemente matemáticas de los cristales; el brillo fantástico de las piedras preciosas y sus maravillosos colores, que las hacen semejantes a flores de piedra; la majestad solemne de las rocas, que se yerguen formando las altas montañas y se extienden infinitamente sosteniendo las llanuras inconmensurables y fértiles o los no menos inconmensurables y áridos desiertos; -los volcanes, con sus catastróficas erupciones, que parecen traer a la superficie de la tierra una visión del

averno y de los abismos subterráneos; el mar, con la infinita magnitud de su calma o de su ira; los astros, que resplandecen cual lejanas y misteriosas gemas en el cielo nocturno; el sol y la luna, luminarias del día y de la noche; todo el mundo de la materia inorgánica lleva en sí una inagotable fuente de bellezas que en todas las épocas y en todas las latitudes han inspirado a los favoritos de las musas versos inmortales, en los que la belleza y la grandiosidad del objeto encontró digna traducción verbal por la belleza y la grandiosidad del arte poético.

El poeta se muestra así capaz de vivificar lo inanimado, prestándole por medio de su estro o inspiración un complejo de sentimientos y de emociones específicamente humanas, que refleja luego en el alma de sus lectores, haciéndolos vibrar al unísono con los fenómenos naturales.

En todas las épocas, pero en unas más que en otras, el tema de la naturaleza y la belleza en el paisaje ha sido objeto de inspiración para los poetas. Pero especialmente durante la época romántica la admiración y * el gusto por las cosas naturales llevaron- a los poetas a desarrollar nuevas posibilidades hasta entonces inverosímiles. Con razón se ha dicho que el padre de toda la poesía europea moderna ha sido Juan Jacob o Rousseau, el filósofo ginebrino que predicó la vuelta a la naturaleza.

Y fue precisamente durante esa época cuando comenzó el verdadero florecimiento de la poesía en los países de Hispanoamérica.

Unos mas que otros, pero sin distingos determinados de región, los poetas iberoamericanos han amado la vida del campo, las flores, las montañas, los risueños valles, los lagos, los ríos, las cascadas, los bosques, las viñas, el sol, el cielo sereno o tormentoso, los bellos crepúsculos...

Es verdad que cada poeta habla de su tierra, del paisaje que le es familiar, y si un argentino celebra arrebatado la gloria de la pampa, un venezolano canta la desbordante fecundidad de la zona tórrida, un mexicano se entusiasma con la nevada cumbre del Popocatepetl.

Pero coinciden todos en su amor a la naturaleza, donde derramó Dios tantas maravillas, y gustan de reproducirla o describirla en sus versos como el pintor en sus cuadros. Y es que también se pinta con palabras.

La magnífica oda del cubano José María de Heredia Al Niágara, que figura en una de las secciones de El Libro de la Poesía, es un soberbio cuadro poético que puede compararse con los grandes óleos de los pintores románticos como Delacroix.

Pero así como en el arte pictórico, junto al imponente paisaje al óleo se da la delicada acuarela, también en poesía existen acuarelas como ésta, en la cual, con sobriedad y trazo seguro dentro de la delicadeza que impone el asunto, un poeta colombiano reproduce su visión del río Magdalena:


Las turbias ondas corren con murmurar sombrío;
en las riberas crecen las palmas de la tagua;
la brisa roba aromas al mango y a la jagua,
y sube azul, en copos, el humo del bohío.

Esfúmase a lo lejos un pobre caserío
que se retrata apenas en el cristal del agua,
y el boga rema y canta feliz en la piragua
que suave se desliza sobre el revuelto río.

Bajo las hojas verdes se duermen las orugas,
a sus retiros huyen caimanes y tortugas
y buscan los lagartos abrigo entre la zarza.
El sol se hunde a lo lejos... El agua ya no brilla,
Y allá, sobre las ceibas de la distante orilla,
sus níveas alas pliega la silenciosa garza.


Observemos aquí cómo el poeta, diciéndonos sólo lo que sus ojos han visto, pinta y hace poesía, porque en su breve composición se reproducen el color y el sentimiento del paisaje.

Otros poetas declaran explícitamente su entusiasmo por la vida rural y por la naturaleza agreste, como el peruano Florentino Alcorta:

Me gusta ver los campos y sembrados de lozanía y de verdor henchidos; contemplar los gañanes desgreñados; labrar la tierra, de calor rendidos...

Otros, como Fray Luis de León, entre los españoles, y muchos entre los hispanoamericanos, buscan en la naturaleza un dulce retiro para sus altas y sabias meditaciones.

Otros, en fin, la contemplan con ojos místicos y ven en la infinita variedad de las cosas naturales no ya una obra de Dios, sino su manifestación inmediata, la revelación directa de su esencia y de sus infinitos modos y atributos.

Pero sea cual fuere el sentimiento generador de la poesía y el aspecto que caiga bajo el penetrante ojo del poeta, sea cual fuere la región en que éste viva, la lengua en que se exprese, el metro que adopte o la visión que reproduzca, es evidente que la capacidad de sentir las bellezas de la naturaleza constituye uno de los dones más preciados con que la musa ha obsequiado a sus predilectos.


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