El pobrecito de Asís


Vivía en Asís, ciudad de Italia, en el siglo xiii, el hijo de un riquísimo comerciante: llamábase Francisco. Era un muchacho de gallarda figura, viva mirada, natural alegre y enteramente dado a la vida de placer y disipación, desde que entró en los años de la juventud. Hízose famoso por su gran despilfarro, y con frecuencia se jactaba de exceder en grandeza y vanidad a los hijos de los mismos nobles.

Pero he aquí que, en medio de su alocada juventud, llegó a su corazón una voz del cielo, la cual le hizo ver de repente la locura y vanidad en que estaba viviendo; porque locura es deleitarse en vestir con riqueza y pensar únicamente en el placer del cuerpo, cuando cada día que pasa nos acerca al instante de la muerte.

Desde este preciso momento,, Francisco, abandonando su insensato comportamiento, y determinado a servir fielmente a Cristo, hizo trizas sus ricos vestidos y empezó a vivir como mendigo. Su padre se enfureció contra él; sus antiguos amigos llegaron a divertirse arrojándole lodo; casi todos creyeron que había perdido el juicio. Algunos, sin embargo, empezaron a notar que Francisco era, en efecto, discípulo del Salvador, porque ni se encolerizaba, ni hablaba a gritos, ni se mofaba de nadie, como antes solía. Era el mismo joven alegre, de ojos brillantes, de magníficas prendas de corazón y entendimiento, con la diferencia de que toda su jovialidad procedía ahora del amor a Dios.

El gran secreto de la vida de San Francisco de Asís fue la extraordinaria estima en que tuvo a la pobreza. “Si Jesucristo se hizo por nuestro amor hijo de un pobre carpintero -solía decir-, es indudable que nosotros debemos hacernos pobres por Él”. Apenas puede ponderarse la alegría que experimentaba en la pobreza: llamábala gran esposa, y se ufanaba de haberse desposado con ella. Vestía un burdo sayal de color pardo, comía sencillamente y empleaba todo el tiempo en enseñar a la gente a no ambicionar riquezas y honores; predicaba un amor a Dios tan ferviente, que todos los bienes, honras y magnificencias del mundo parecieran cosa necia, trivial e indigna de ser apetecida.

Su amor a Dios incluía el amor de la hermosa tierra hecha por Él, y de todas sus criaturas. Odiaba la crueldad. Predicaba a la gente el amor “a nuestros hermanos los pájaros”; hablaba del viento, tratándolo de “hermano”, y a la lluvia como si fuera “hermana”, y la razón de ello era porque viendo en Dios al Autor y Padre de todas las cosas, consideraba a todas las criaturas como hermanos.

Desde entonces, el género humano está demostrando especial amor a san Francisco, a quien se llama el Pobrecito de Asís. A todos nos ha dejado ejemplo de que podemos reformar nuestra vida, y llegar a ser tan buenos y virtuosos que nos hagamos semejantes a Cristo.

Por muchas razones nos es grata la persona de san Francisco; pero quizás el título que le ha hecho más acreedor al afecto popular, más todavía que muchas otras de sus virtudes, ha sido su sencillísima predicación, en la que nos enseñó a no tratar con crueldad a ningún ser viviente, sino a considerarlos siempre como hermanos en la creación y a difundir en todos ellos el amor a Dios.