San Bernardo, el último de los santos padres


Una de las figuras más atrayentes en la historia de los santos es la de san Bernardo, hijo de un caballero francés, que ya desde niño sintió inclinación hacia la vida religiosa: oraba largamente; no comía hasta sentirse extenuado por el hambre, y cuando venían a visitarle importunos, se tapaba los oídos con cera para esquivar discursos mundanos; después se hizo monje para redoblar la austeridad consigo mismo.

A propósito de libros y de estudio solía decir: “Hallaréis algo más elevado y grande en los bosques que en los libros. Las rocas y los árboles os enseñarán cosas que los maestros ignoran. ¿No son bellas las montañas, no dan las colinas leche y rica miel, acaso no son ricos los valles en doradas mieses?”

Llevó una vida de continuas privaciones. A los cincuenta y cinco años, débil y achacoso, se le encargó predicar en Europa la segunda cruzada. Y entonces pudo contemplársele, tan pálido y descarnado que no parecía un ser humano, recorrer Francia y Alemania predicando con tal fascinación y elocuencia, que ciertas provincias parecieron quedar despobladas de hombres, pues casi todos marcharon a Tierra Santa, tras el llamado de san Bernardo.

Seguíale por entonces un monje joven que excitaba al pueblo al asesinato de los judíos. Reprendióle San Bernardo duramente, y a este propósito dice cierto judío de aquellos días: “Si la piedad de Dios no nos hubiese mandado a Bernardo, no habría sobrevivido ni uno de nosotros”. Es una gloria para la cristiandad el que en los rudos tiempos del siglo XII pasase por el mundo una figura de tan dulce e iluminada bondad. San Bernardo, llamado el último de los Santos Padres, vivió largo tiempo en el convento de Claraval y fue el hombre que más vivo amor profesó a la Virgen María. Nació en 1091 y murió en 1153.