Los emperadores de Roma


El joven a quien Julio César había adoptado era Octavio, hijo de Cayo Octavio y una sobrina de aquél. Después del asesinato de Julio César, encendióse entre el joven Octavio y Marco Antonio una larga lucha que no había de terminar hasta que uno de ellos quedase dueño de los dilatados dominios de Roma.

Cuando, al fin, Octavio venció a Antonio, quien se dio muerte, aquél asumió el poder absoluto, y tomó, en honor de su padre adoptivo, el título de César, nombre que pasó a ser un sinónimo de emperador o señor del mundo, ya que en aquellos tiempos el poder de Roma alcanzaba a todas las tierras cuyas costas bañaba el Mediterráneo, y varios reyes de lejanos países asiáticos, aun sin llamarse súbditos de Roma, reconocían que debían tributarle obediencia.

Pero, ¿afrontaría este César la formidable empresa de trazar planes para el gobierno de aquel gran Estado de suerte que el orden y la justicia prevaleciesen por doquiera? ¿Los pondría en ejecución o preferiría, quizá, sacar el mejor partido de su autoridad, para satisfacer su concupiscencia o servir sus caprichos y fantasías?

Octavio César supo responder a las ansias que tenía el pueblo de paz y tranquilidad, y mereció ser considerado el creador de la pax romana.

Despojóse de su egoísmo: aprendió a doblegar su natural violento, y, cor. la ayuda de sabios consejeros, echó los cimientos del Imperio Romano con tanta solidez, que ni el desventurado gobierno de algunos de sus sucesores, ni las guerras intestinas, ni el enemigo extranjero, lograron desmembrarlo en el transcurso de cuatro siglos; los pueblos vivieron bajo el régimen romano a salvo de violencias, cual nunca habían estado antes bajo ningún otro poder.

Roma había sido hasta entonces una república, y les desagradaba a los romanos el someterse a un monarca; mas siendo imprescindible que un hombre fuese el gobernante efectivo, vencióse esta dificultad dando a uno solo diferentes cargos y títulos. Octavio fue llamado Augusto, nombre con el cual es más generalmente conocido, y que equivale al tratamiento de Su Majestad.

Se concentraban en él funciones equivalentes a las de presidente de la Cámara de Diputados, jefe superior del Tribunal Supremo de Justicia, presidente del Senado; corrían, además, por su cuenta los asuntos religiosos y asumía él solo, y a perpetuidad, toda la autoridad de los jefes superiores del Estado; y aunque, naturalmente, gran parte del trabajo lo ejecutaban otros individuos de su elección, ello no obstante, podía cerciorarse de si el trabajo era ejecutado convenientemente. Pero, como el poder que más necesitaba era el mando del ejército, y a este mando correspondía el título de emperador, de aquí que este título llegara a ser el que se le diera con mayor frecuencia. Augusto, pues, impuso la paz y el orden al mundo romano, con lo cual se logró prosperidad; en sus días llegó a ser Roma una ciudad tan espléndida, que se dijo de Octavio que la había encontrado hecha de ladrillos y la dejó construida de mármol.

Demostró un especial favor a los grandes poetas, como Horacio y Virgilio, y asimismo a otros grandes escritores, en tal grado, que para denotar en algunos países la época de su mayor florecimiento en las artes y en la literatura, se acostumbra decir Edad Augusta, casi tanto como Edad de Oro. Durante su reinado ocurrió un hecho del que él no tuvo noticia, y que transformó el mundo entero de manera más radical que la consumada política de Augusto: fue el nacimiento de Cristo, el Mesías anunciado por los profetas en la Biblia, hecho acaecido “n Belén de Judá, en una apartada provincia del Imperio.