Un poderoso emperador que quedó reducido a ser rey de un islote

El gran conquistador fue al fin vencido. Había repudiado a su esposa Josefina para poderse casar con una princesa austríaca; sufrió, después, un gran desastre en Moscú; nuevamente se había lanzado contra las potencias de Europa, a pesar de la victoria de Dresde; había sido aplastado en Leipzig por aquéllas; el león había caído en las apretadas mallas de la red que le tendieran, pero las potencias impusiéronle que abdicase la corona imperial y se retirara a la pequeña isla de Elba, en el Mediterráneo.

No había transcurrido un año, cuando la noticia de su desembarco en Francia conmovió nuevamente al mundo entero. Sus antiguos soldados agrupáronse inmediatamente en torno de su estandarte; encomendóseles la misión de aniquilarle, pero lejos de hacerlo, incorporáronse a su ejército, y ocurrió que las únicas naciones que se hallaban en estado de hacerle frente eran Gran Bretaña y Prusia.

Ambas se apresuraron a situar sus ejércitos en Bélgica o sus fronteras: Wellington mandaba el inglés, y el viejo y corpulento Blücher, a quien la gente llama al Mariscal Adelante, el prusiano. Si Napoleón hubiese podido aniquilarlos antes de que Austria y Rusia hubiesen tenido tiempo de salir nuevamente a campaña contra él, se habría hecho otra vez dueño de Europa.