El grito de Dolores siguó rsonando hasta el advenimiento de la libertad


El descontento se extendía como un reguero de pólvora por las colonias españolas de América. Miranda revolucionaba a Venezuela, en el Alto Perú se acababa de sofocar un movimiento libertador, cuando en 1809 el cura del pueblo de Dolores, en México, levantó el pendón de la rebelión. Se llamaba Miguel Hidalgo y durante muchos años repartió sus días entre los cuidados del culto y la educación de las gentes del lugar, hasta que, descontentos, los vecinos de Valladolid se levantaron en armas contra el dominio español. Derrotados, los cabecillas huyeron, y en la desbandada llegaron a Dolores. Hidalgo se transformó: el sufrimiento de sus fieles tomó para él nueva expresión, y haciéndose cargo de la situación, con un rasgo que nadie hubiera esperado de aquel cura de aldea, incitó a la resistencia y se puso al frente de ella. Mandó echar a vuelo las campanas del templo, arengó a los hombres y emprendió la cruzada de la liberación.

La suerte de las armas fue en un principio favorable a Hidalgo. Si bien el número de hombres crecía, faltaban armas y, además, pronto los españoles se repusieron de su sorpresa. Batido en varias ocasiones, fue por último capturado y conducido a Chihuahua, donde el primero de agosto de 1811 enfrentó el pelotón de fusilamiento. Su muerte fue un ejemplo de entereza, puso bríos en todos los corazones, y desde ese momento, hasta el advenimiento de Juárez, los mexicanos no dejaron de luchar por su independencia.