Garcilazo de la Vega, guerrero, poeta y erudito


No figurarán en nuestra galería, pues, todos los artífices de las letras, sino tan sólo aquellos especialmente representativos en las distintas corrientes literarias o en las manifestaciones del pensamiento. Ha de constituir la única excepción el Príncipe de los Ingenios, don Miguel de Cervantes Saavedra, a quien dedicamos, aparte, un capítulo completo.

Garcilaso de la Vega, llamado Príncipe de la lírica castellana, fue educado en la doble disciplina del estudio y de las armas; así, mientras por un lado se convertía en un hábil guerrero, por otro llegaba a conocer griego, italiano, latín y francés. A pesar de poseer todas las cualidades para sobresalir en la vida cortesana, desde muy joven prefirió el peligro de las batallas, y dio pruebas de valor peleando en Olía con los comuneros, en la defensa de Rodas, y luego en Fuenterrabía contra los franceses. Cuando se casó con Elena de Zúñiga tenía veintitrés años, y era muy amigo de Boscán, a quien indujo a traducir El cortesano. En 1535 asistió a la jornada de Túnez, donde realizó prodigios de valor, dando razón a sus versos:

“Yo, como conducido mercenario voy do Fortuna a mi pesar me envía... si no a morir, que aquesto es voluntario,”

y en Francia, por querer tomar solo, espada en mano, la fortaleza de Muey, fue herido en la cabeza y murió a los dieciocho días en brazos del marqués de Lombay, quien con el tiempo sería san Francisco de Borja. A no ser por la esposa de Boscán, que las publicó junto con las de su marido, se hubieran perdido las pocas composiciones de Garcilaso: tres églogas, dos elegías, cinco canciones y treinta y ocho sonetos, aparte de otros versos menores y una epístola.

Llegó a ser maestro consumado e indudablemente el mejor poeta lírico entre los castellanos cultos. La dulzura, la elegancia, la nobleza del sentimiento y el sosiego son bienes suyos y esto parece así en el que escribía -como él mismo dice-: “tomando ora la espada, ora la pluma”. Adaptó el endecasílabo a nuestro idioma; manejó con gran arte el soneto, al que dio carta de naturaleza; supo hallar mayor amplitud para la canción; no tuvo rival en el terceto, y pocos en la oda; creó la silva. Enriqueció el idioma con giros y frases felices y echó los fundamentos de la moderna lírica. He aquí La joven muerta:

“cerca del agua en un lugar florido estaba entre la hierba degollada, cual queda el blanco cisne cuando pierde la dulce vida entre la hierba verde”.

A la par que su alto ingenio, sus contemporáneos amaban la bondad del trato de este espejo de caballeros, la singular simpatía con que ganaba los corazones. Genios como Cervantes y Lope de Vega lo proclamaron como el dios mayor del Parnaso castellano. Había nacido en Toledo en 1503.