Aquí hubo una vez... Los recuerdos de la ciudad imperial


El viajero contempla asombrado este mundo de ruinas y se esfuerza en imaginarse lo que sería esta gran plaza en tiempos remotos. Aquí, en el Foro, la edificación abarcó un espacio de más de cien mil metros cuadrados con amplísimas salas, magníficos templos y arcos triunfales; había mil doscientas columnas de mármol y mil estatuas colosales; cientos de arcadas, espléndidos comercios, galerías atestadas de obras de arte, el Senado y los archivos del imperio del mundo.

Y todas estas maravillas no estaban aquí como una exhibición; no eran sólo para ser vistas, sino para durar. Tan bien construían los romanos, que en las calles desenterradas hay columnas que se levantaron hace dos mil años. Tan bien lo hacían todo, que las grandes canalizaciones que conducen a las afueras de la ciudad se usan aún hoy día, dos mil años después de haber sido construidas. Son lo suficiente anchas como para permitir el paso de un automóvil.

La imaginación del hombre moderno vacila al reconstruir el esplendor de Roma, cuando era la verdadera Roma. Es admirable la extensión que alcanzan las ruinas, contemplándolas una por una, después de haber dado la vuelta al Coliseo.

No es fácil imaginarse lo que fue el Coliseo, ni aun después de oír acerca de él las más prolijas explicaciones. Muchos palacios, y templos, y tumbas, se construyeron sólo con el mármol sacado de las ruinas del Coliseo. El perímetro exterior de dichos muros es de unos quinientos metros con la suficiente altura para dar cabida a veinte gradas, donde se acomodaban 80.000 espectadores. El César tenía allí un trono de marfil y oro.

Hubo un tiempo en que existieron, entre las ruinas del Coliseo, cuatrocientas especies de plantas, y se supone que las semillas de muchas de ellas procedían de las jaulas de las fieras que se traían de tierras lejanas.

Es cosa que emociona coger una hierba o una flor de las que crecen entre las ruinas, pues de este modo llegamos a tener en nuestras manos algo cuyo origen puede remontarse a una remotísima fiesta dada en el Coliseo, una de aquellas fiestas trágicas en que los leones hambrientos eran lanzados contra los fieles seguidores de Jesucristo, para procurar una diversión al emperador, que sonreiría al contemplar el espectáculo desde su marfileño trono.

Nunca, sin embargo, llegaría a impresionar tanto el Coliseo a los romanos como nos impresionan sus ruinas a nosotros, pues el mundo en que ellos vivían era tan fastuoso que, según afirmaciones de entonces, apenas podían negociar con otra cosa que no fuera piedras preciosas. Un teatro levantado para utilizarlo sólo dos o tres días ya era una maravilla arquitectónica. Tenía tres pisos; y el primer piso descansaba sobre 360 hermosas columnas marmóreas.

Se han contado al presente en Roma hasta 9.000 columnas enteras, todas de mármol, y se calcula que en aquellos tiempos había por lo menos 450.000 como aquéllas, algunas de dos metros de diámetro. Se comprenderá que no hay palabras para ponderar la grandeza de todas estas cosas, con sólo admirar los baños de Caracalla o de Diocleciano. Este emperador gustaba mucho de la grandiosidad; y se dice que, cuando construyó sus baños en Roma, hizo trabajar en las obras a 40.000 condenados cristianos. Los pavimentos eran de mosaico, y los muros todos de mármol; ocupaban un espacio de 330.000 metros cuadrados, con capacidad para contener 3.000 bañistas. Tal era el esplendor de Roma.