Un vivo escenario de novela en medio de los mares: Las islas Samoa


Las islas Samoa fueron descubiertas en 1722 por Roggeveen y visitadas en 1768 por el célebre capitán francés Bougainville, quien las llamó Archipiélago de los Navegantes, pero los geógrafos han adoptado el nombre indígena, Samoa, que significa gallina sagrada, según las palabras sa, gallina, y moa, sagrada. Refiere la leyenda que un ave gigantesca puso allí sus huevos, y éstos son los que hoy constituyen las islas, que llevan por ello un nombre tan original.

Hay diez islas habitadas en este archipiélago, todas muy montañosas y rodeadas de rocas y coral. Las principales son: Savaii, Upolu, Amnono, Ofu, Manua y Apolima. Son ricas en bosques y muy pintorescas. La más importante, aunque no la mayor, es Upolu. Cinco de ellas, las de Occidente, son británicas; las restantes pertenecen a Estados Unidos. La capital de Samoa Occidental, Apia, está situada en Upolu. En Vailima, a cinco kilómetros de Apia, vivió sus últimos años Roberto L. Stevenson, autor de la Isla del Tesoro, relato tan querido de los niños. Su tumba y monumento están situados entre palmeras.

La capital de Samoa Oriental es la localidad de Pago Pago.

Los niños samoanos son tan bellos como su país, y las mujeres samoanas son célebres por su gracia y belleza.

La pesca constituye uno de los medios de vida de los habitantes; el suelo es tan fértil que no hay que trabajarlo mucho para que rinda grandes beneficios.

Los samoanos no gustan de servir a los extranjeros, por lo cual se les ha llamado perezosos, injustamente. Prefieren ganarse la vida en sus propias plantaciones.

Así se comprenderá fácilmente por qué los jóvenes samoanos son tan aficionados a toda clase de deportes y emplean en ellos tanto tiempo. También asisten con gran devoción a las escuelas de las aldeas, establecidas por misioneros cristianos.

El primero de éstos fue el célebre y abnegado John Williams, a quien posteriormente martirizaron los caníbales de la isla de Erromanga.

El cristianismo fue pronto implantado en el archipiélago, y merced a él se civilizó bastante aquella gente que, años atrás, había dado muerte a los once tripulantes de una barca enviada por el capitán Cook en demanda de agua fresca. Nadie desde entonces se atrevió a poner el pie en aquella tierra, por el temor de ser devorado por los salvajes samoanos.

Como se ve, no siempre han sido estos insulares tratables como al presente. Antes de nada, enseñaban a sus hijos a combatir.

Ahora, desde muy niños, los acostumbran al trabajo. Pueden verse niñas de ocho y nueve años ocupadas en lavar la ropa de la familia. Bien es verdad que no es trabajo muy pesado, pues el clima de las islas del mar del Sur no exige otra vestimenta que un camisolín, que cubre desde el pecho hasta la rodilla. Los niños tienen por ocupación llenar de agua cascaras de coco, que colocan en una cesta. Estos recipientes se fabrican muy sencillamente. Se hace un pequeño agujero, del tamaño de una moneda, y por él se introducen en el coco unas piedrecitas; se agita luego y las piedras, al chocar contra la carne, hacen que ésta se desprenda; por el mismo agujero se vacía el coco; después se lo llena de agua y se le pone un corcho para impedir que ésta salga.

A los samoanos les gusta adornarse con flores. Los días de fiesta lucen cadenas y collares de flores y también en el pelo las llevan prendidas. Es sumamente pintoresca una tertulia samoana, en donde, más que los vestidos se ven las flores. Las muchachas se adornan también con peinetas de concha y abrillantan su pelo con aceite de coco.

Les gusta mucho jugar en la playa y aun mar adentro; son excelentes nadadores y la natación constituye para ellos su principal distracción. Especialmente en Tutuila, Upolu y Savaii, es donde mejor nadan. Ya de niños se les enseña a hacerlo, y luego, ya mayores, practican un deporte que consiste en dejarse llevar por las grandes olas hacia la playa sobre ligeras planchas de madera, que ellos mismos remolcan. Es éste un juego peligroso y difícil de practicar. Durante la marea baja constituye una diversión de los pequeños samoanos, el pasear sobre las rocas de coral, recogiendo trozos de este material, buscando peces y camarones.