La fuente maravillosa de la gloria del mañana


Pero la más admirable de todas las fuentes termales es la de la Gloria de la Mañana, que descubrimos cuando llegamos al estanque del geiser Superior. Es verdaderamente maravillosa, por la riqueza y variedad de su colorido. Imagínense, si es posible, una balsa de cerca de sesenta centímetros de diámetro, formada a manera de ñor, llamada gloria de la mañana o maravilla. Imagínense aquellos mismos colores, de un tono algo más pronunciado, transferidos a esta balsa, o más bien, quizás, imagínense a la Naturaleza mojando su pincel en los delicados tintes de una puesta de sol otoñal y pintándolos sobre los lados de la balsa. Luego imagínense todo esto realzado por el líquido cristal, que no podemos llamar agua por ser demasiado clara, de modo que parece aire sólido, y tendremos delante de nosotros la fuente de la Gloria de la Mañana, del parque de Yellowstone.

Pero las fuentes termales, con sus súbitas y ofuscantes bocanadas de vapor y las delgadas e inseguras costras de sus bordes, engañosos para una vista poco experta, son tan peligrosas como bellas. A lo largo de las riberas del lago Yellowstone hay muchas de estas balsas de agua hirviente, y sus ondas incoloras y claras pasan a veces inadvertidas sobre el fondo gris de la incrustación. Un escritor refiere una tragedia lastimosa que ocurrió entre los animalitos del parque. “Paseándose un día -dice- a lo largo de la ribera el polluelo de una gallineta, sin pensar en peligro alguno, cayó en la traidora balsa, donde pió débilmente a su afligida madre, y en un instante salió a flote muerto, convertido en una pelota diminuta de mullidas plumas”. Esos animales no son los únicos que han sufrido por causa de estas balsas hirvientes, pues hubo gente que cayó en ellas y resultó dañada gravemente, y, algunas veces, perdió la vida.

Hay muchas fuentes dignas de ser vistas en el estanque del geiser Superior, porque es la región mayor y más activa de geiseres de Yellowstone, y aun quizás del mundo. No tendremos tiempo para visitarlas todas, pero debemos ver la Giganta, una de las más importantes del parque. Sus erupciones ocurren cada dieciséis o veinticinco días, y las describiremos sirviéndonos de las palabras de un turista que presenció el espectáculo. “La noticia de la próxima erupción circuló rápidamente. Todos corrieron hacia el borde de la gran balsa, que estaba entonces hirviendo, y moviéndose sus aguas como si mil furias las agitasen locamente. A veces la tierra sufría sacudidas y temblaba; y del centro de la balsa brotó una masa de agua que se elevó algunos palmos y luego volvió a caer en la insondable sima. Por instantes el agua se agitaba con más violencia, y fuertes rugidos, como de un gigante torturado, rompían la quietud casi solemne. Por fin llegó el momento. Más rápidamente de lo que puedo referirlo, toda la balsa se levantó materialmente en el aire; subió más alta cada vez, y luego la gran masa lanzóse al espacio desde la tierra, como columna solitaria, cuyo extremo superior no llegábamos a distinguir. El estruendo era ensordecedor; las nubes de vapor giraban por el espacio hacia los bosques; arroyos de agua hirviente corrían precipitados hacia el cercano río. La escena era de una belleza que infundía espanto, imposible de ser descrita; ni siquiera es dable imaginar la terrible fascinación que ejercía”.

Tratamos de representarnos esta escena cuando estamos junto a la boca de la Giganta, pero sólo vemos el gorgoteo del agua caliente que se repliega contra los lados del fuerte cráter, y llegan a nuestros rostros bocanadas de vapor, impelidas por el viento. Mas, aunque no podemos ver a la Giganta en erupción, hay otros muchos geiseres en el estanque Superior que están en actividad constante. Por ejemplo, el Viejo Fiel es digno del nombre que lleva, pues a intervalos de una hora, con pequeñas variaciones, arroja una poderosa columna de agua hirviente y de vapor, y luego la aspira de nuevo en su cavidad sin fondo, para volverla a arrojar una vez más. Permanecemos a distancia y contemplamos los rayos del sol jugando con los colores del arco iris en la nube de vapor que se eleva hacia el cielo azul, y en los bordes del cráter, delicadamente teñido con matices de rosa, azafrán, gris perla, naranja, pardo y blanco perla.

Después de ver el Viejo Fiel, nos apresuramos a visitar otros varios geiseres notables -el Castillo, el Gigante, la Colmena, el León, la Leona y los Cachorros-, mientras se cierne por todas partes, en el aire, un vapor pesado, caliente y húmedo. Los constantes rugidos y gruñidos de estos geiseres, combinados con el gorgoteo y los resoplidos de las fuentes de agua hirviente, acaban por infundirnos espanto; el pensamiento de nuestra impotencia y pequeñez nos ahoga, y con esta impresión volvemos súbitamente nuestros ojos a las distantes colinas, admirables, sonrosadas y plácidas, bañadas por la luz indecisa del crepúsculo vespertino. Cuando la tarde va cerrándose en torno de nosotros en una vaga neblina de color, llegamos finalmente a la Cascada Superior del Yellowstone, cuya altura es dos tercios de la del Niágara, y que se estrella contra las rocas en poderosos chorros de agua y espuma, reflejando mil matices irisados.

Un poco más allá vemos la Cascada Inferior, cuyas aguas, al descender de una altura dos veces igual a la del Niágara, truenan sobre el precipicio en una rugiente y espumosa avenida verde y ámbar. Trepamos por el cañón y nos colocamos, por fin, de pie sobre un borde rocoso para ver la noche descender sobre la tierra maravillosa. Bajo nuestros pies, entre muros de roca, corre el río Yellowstone por varios kilómetros.

Apenas cae la sombra sobre los muros del cañón -tan insensiblemente cierra la noche en torno de nosotros-, la rigidez de la roca esculpida se matiza con indescriptible delicadeza y hermosura de tintes. Pasa por todos los tonos de color: anaranjado, castaño, amarillo y gris oscuro. El Gran Cañón de Yellowstone, añade a la sin par grandeza y hermosura que impresiona el ánimo, esta gloria del colorido delicado y armonioso. Ningún sonido rompe el silencio de la soledad, a excepción del distante rugido de las cascadas y el súbito batir de gigantescas alas al remontarse un águila en el aire bajo el mismo borde en que nos hallamos. La noche, que nos cubre con su manto, hace perder de vista el Gran Cañón y pone término a nuestra visita al sugestionante parque de Yellowstone.