Antigus piratas de Japón hicieron rumbo a América en sus juncos


En aquellos tiempos de viajes y de exploraciones, había piratas en todos los mares, y no eran los japoneses los menos atrevidos; sus juncos desafiaban intrépidamente las furias del océano y llegaban a Siam, a la India y, tal vez, hasta México.

Poco después de la muerte de Colón, los portugueses hallaron, siguiendo una ruta hacia el Este, lo que aquel gran marino había intentado en vano descubrir navegando con rumbo al Oeste. Desde las ricas regiones de la India pasaron a China, y desde allí a Japón. Una legión de misioneros cristianos siguió en breve a los mercaderes y exploradores. El famoso jesuita san Francisco Javier recorrió vastísimas regiones de Japón predicando con ardiente celo las verdades del Evangelio y bautizando a muchos miles de paganos. En las cartas que escribió dice que los japoneses “están admirablemente inclinados a ver todo lo bueno y tienen, además, ardientes deseos de saber”.

A fines del siglo xv. Nagasaki, el principal puerto meridional, con su hermosa bahía, en la cual las mayores naves portuguesas podían fondear sin dificultad, convirtióse al cristianismo. Edificáronse iglesias cristianas en los solares que habían ocupado los antiguos templos budistas; pero el progreso de la nueva religión no tardó mucho en verse detenido. Un célebre soldado aventurero, llamado Hideyoshi, escaló el poder. Se le cita a menudo con el título de Napoleón del Japón, a causa de las grandes victorias que obtuvo. Conquistó a Corea y proyectó la invasión del imperio chino.

Su sucesor, otro general tan famoso como Hideyoshi, venció a todos sus rivales y fundó una dinastía de shogunes, que gobernó pacíficamente en Japón durante 250 años; y para asegurar esta paz, las misiones católicas y los comerciantes extranjeros fueron echados del país, quedando éste cerrado para todos, menos para los holandeses, a quienes les fue permitido, con muchas restricciones, ejercer el tráfico en Nagasaki. En La Haya pueden admirarse hoy algunos de los trabajos más hermosos de los japoneses, que regalaron a Holanda los mikados de aquella época.

A mediados del siglo pasado aconteció un cambio que dejó asombrado al mundo. Japón había proseguido haciendo, durante todos esos años de paz, grandes progresos en los diversos ramos de producción nacional, en los campos, en los jardines donde se cultiva el té, en los telares a mano, en las alfarerías y en muchas otras artes que los japoneses practican con tanto acierto como destreza. Pero el descontento era general; y en el corazón del pueblo aumentaba el deseo de abrir a su actividad nuevos y más amplios horizontes.

Cuando el atrevido comodoro Perry llegó con una flota de Estados Unidos, con el propósito de derribar las barreras que por tanto tiempo habían tenido al Japón aislado del resto del mundo, el antiguo régimen pareció venirse abajo de un golpe. Firmáronse tratados con varias potencias; abrióse Yokohama al comercio extranjero; tuvo que retirarse el shogun con sus rancias ideas y maneras anticuadas, y devolviéronse al Mikado los antiguos y plenos poderes de su soberanía, reinando de hecho y de derecho sobre su pueblo.