LOS SEÑORES DEL CASTILLO BLANCO Y DEL CASTILLO GRIS


Vivían una vez en Oriente dos nobles caballeros, cada uno de los cuales tenía en medio de sus tierras un majestuoso castillo; uno edificado con piedra blanca, otro con granito gris. Por esto a uno de dichos caballeros se le llamaba el señor del Castillo Blanco, y al otro, el señor del Castillo Gris.

El señor del Castillo Gris tenía un hijo, y el del Blanco, una hija; y en las fiestas que celebraban juntos, uno en casa del otro, solían decir: “Cuando nuestros hijos sean mayores se casarán y poseerán nuestros castillos y nuestras tierras”.

Así vivían felices los señores con sus hijos y sus renteros, hasta que una noche, el día de San Miguel, mientras todos se hallaban celebrando la fiesta en los salones del Castillo Blanco, llamó un peregrino a la puerta. Había visto muchas cosas y países extraños, y, como la mayor parte de los hombres, se complacía en referir sus viajes a cuantos quisieran escucharlo.

-Buen extranjero -le dijo el señor del Castillo Blanco-, ¿cuál es la cosa más admirable que habéis visto en vuestros viajes?

-Lo más maravilloso que he visto -repuso el viajero- está al extremo del bosque que se ve allá abajo, donde, en una vieja casita de madera vive una anciana que, en un desvencijado telar, teje una tela gris con sus propios cabellos. Cuando se le acaba la hebra, se corta nuevamente los cabellos grises, los cuales le crecen tan de prisa que, habiéndoselos visto yo cortados por la mañana, antes de mediodía llenaban ya el aposento.

Marchado que hubo el peregrino, el señor del Castillo Blanco no pudo comer ni dormir, aguijoneado por los deseos de ver a la anciana que tejía sus propios cabellos. Al fin, determinado a explorar la floresta, en busca de la vieja casita, comunicó su intención al señor del Castillo Gris.

Convinieron ambos en salir sin notificárselo a nadie, a fin de que no se tomara a broma su curiosidad. El dueño del Castillo Blanco tenía un mayordomo llamado Robacuentas, que le había servido muchos años; a éste, pues, le dijo:

-Voy a emprender un largo viaje con mi amigo. Cuida bien de mis bienes y, sobre todo, sé bondadoso para con mi hijita Amaflores, hasta mi regreso.

También el señor del Castillo Gris tenía un antiguo mayordomo de toda su confianza, que se llamaba Cautela. Díjole su señor:

-Voy a emprender un largo viaje con mi amigo. Cuida bien de mis bienes y, sobre todo, sé bondadoso con mi hijito Rondabosques, hasta mi regreso.

Con esto, ambos señores besaron a sus hijitos mientras dormían, y partieron. Los niños echaron de menos a sus padres, y los renteros, a sus señores; pero nadie, a excepción de los mayordomos, podía decir qué había sido de ellos. Pasaron siete meses sin que regresaran los amos. Éstos habían creído que sus mayordomos les serían fieles porque les habían servido muy bien mientras los tuvieron a su vista; pero se equivocaron, porque ambos eran soberbios y astutos, y, creyendo que les habría ocurrido a sus señores algún daño, trataron de hacerse dueños de todo, ocupando su lugar.

Robacuentas tenía un hijo llamado Agarrafuerte, y Cautela, una hija que llevaba el nombre de Sinblanca. Resolvieron sus padres hacer de ellos dos señoritos; tomaron, pues, para sus hijos, los vestidos de seda de Ronda-bosques y de Amaflores, y a éstos los vistieron de harapos. Los hijos de los mayordomos se sentaron a la mesa principal y durmieron en las mejores habitaciones, en tanto que Rondabosques y Amaflores fueron enviados a guardar puercos y se les destinó como dormitorio un viejo pajar.

Los pobres niños quedaron abandonados. Cada mañana, al salir el Sol, eran enviados a cuidar de una gran piara de cerdos en unos grandes pastos que se extendían cerca del bosque. Menos mal que Rondabosques y Ama-flores se consolaban mutuamente, diciéndose que sus padres volverían.

Esto, claro está, no les gustaba a los perversos mayordomos. Creían que sus hijos debían parecer señores, y, por el contrario, Rondabosques y Amaflores simples porqueros; por esto los enviaron a pastos más solitarios y más cercanos al bosque, y al propio tiempo les dieron a guardar dos grandes cerdos de los más feroces.

Un bochornoso día de verano, mientras Rondabosques y Amaflores estaban sentados a la sombra de una musgosa roca, el muchacho advirtió la falta de los dos grandes cerdos, y creyendo que debían haberse internado en el bosque, los pobres niños corrieron en su busca; pero a pesar de haberlos buscado durante muchas horas, no hallaron sus huellas.

Al fin, vieron llegar a una dama por el camino. Llevaba en su derecha una rama de acebo; pero la parte más notable de su vestido eran unas mangas tan verdes como la misma hierba.

-¿Quiénes sois? -les preguntó la dama.

Explicáronle entonces sus historias y cómo habían perdido los cerdos.

-Bien -dijo aquella señora-; vosotros sois los porqueros más hermosos que he visto en mi vida por estos parajes. Escoged entre volver a vuestras casas y guardar cerdos para Robacuentas y Cautela, o vivir libremente conmigo en el bosque.

-Nos quedaremos contigo -contestaron los niños-, porque no nos gusta guardar cerdos.

Mientras ellos hablaban la dama introdujo la rama de acebo por la hiedra, como si hubiese sido una llave; y de repente se abrió una puerta en una gran encina, en la que había una casa encantada. En cuanto hubieron entrado, díjoles la dama:

-Aquí vivo desde hace cien años, y me llamo la señora Mangasverdes. No tengo ningún amigo ni criado, a excepción de mi enano Rincón, que viene aquí al terminar las cosechas.

No tardaron mucho los niños en ver lo muy bien recibidos que habían sido. Mangasverdes les dio leche de cierva y tortas de harina de nuez, y blando musgo verde para que les sirviera de cama. Este buen tratamiento hizo que los pobrecillos olvidasen todas sus aflicciones.

Durante todo aquel verano, Ronda-bosques y Amaflores vivieron con ella en la gran encina, tan a su gusto, que de haber tenido noticias de sus padres, hubieran sido enteramente felices. Al fin, empezaron a marchitarse las hojas y a caer las flores. Díjoles Mangas-verdes que Rincón estaba a punto de llegar; y una noche de luna llena dejó abierta la ventana, diciendo que esperaba a algunos amigos que debían traerle noticias del bosque. Poco después entró un gran oso pardo.

-Buenas noches, señora -dijo el animal.

-Muy buenas, oso -repuso la dama-. ¿Qué noticias me traes de tus vecinos?

-No muchas -contestó el interrogado-. Sólo que los cervatos cada vez son más avispados; no es posible cazar más de tres por día.

-Malas noticias son éstas -dijo Mangasverdes, mientras entraba volando un gran cuervo negro.

-Buenas noches, señora -dijo éste.

-Buenas, cuervo. ¿Qué noticias me traes de tus vecinos?

-No muchas -contestó el pájaro-. Sólo que dentro de un siglo, poco más o menos, viviremos muy retirados. .. los árboles serán demasiado espesos.

-¿Cómo es esto?

-¡Oh! -exclamó el cuervo-. ¿No ha oído decir que el rey de las hadas del bosque encantó a dos nobles caballeros que viajaban por sus dominios para ver a la mujer que teje sus propios cabellos? Cada año habían aclarado más las encinas, cortando leña para el fuego de los pobres; por esto, encontrándolos el rey vestidos de cazador, les rogó, pues era el día tan caluroso, que bebiesen en su copa de roble, y en cuanto hubieron bebido, olvidáronse de sus tierras y de sus hijos, y no pensaron en nada más que en sembrar bellotas, labor en la que se ocupan día y noche, y no cesarán en su trabajo hasta que alguien les obligue a detenerse antes de ponerse el Sol.

A la mañana siguiente, dirigiéndose los niños a Mangasverdes, le dijeron:

-Oímos anoche lo que te explicó el cuervo, y sabemos que los dos caballeros son nuestros padres; dinos cómo puede romperse el hechizo.

-Le tengo miedo al rey de las hadas del bosque -repuso la dama-, pero voy a deciros cómo debéis portaros. Al extremo del sendero que comienza en este barranco, volved la cabeza hacia el Norte, y hallaréis un angosto camino, salpicado a trechos con plumas negras; tomad por él y os conducirá derechamente al vecindario del cuervo, en donde veréis a vuestros padres sembrando bellotas bajo los árboles del bosque. Esperad a que el Sol esté próximo a ponerse, y decidles entonces lo que sepáis más a propósito para hacerles olvidar su trabajo; pero cuidad mucho de no decir sino la verdad, ni de beber más que agua corriente; de lo contrario, caeríais ciertamente en poder del rey mago.

Agradecieron los niños el buen consejo que la dama acababa de darles y se pusieron en camino. No tardaron en hallar el estrecho camino salpicado de plumas negras, y al séptimo día, entrando en el vecindario del cuervo, en un grande claro en que las encinas eran más raras, vieron los niños a sus padres ocupados en cavar y sembrar bellotas. Llamáronles por sus nombres y corriendo a besarlos, les dijeron:

-Querido padre, vuelve a tu castillo y a los tuyos.

Pero los señores replicaron:

-No sabemos de ningún castillo ni de nadie. No hay nada en el mundo más que encinas y bellotas.

Llenos de tristeza, Amaflores y Rondabosques se sentaron para comer un bocado, y en cuanto hubieron concluido, se encaminaron al arroyo que corría por allí cerca y empezaron a beber. De pronto, mientras bebían, llegó a ellos, deslizándose por entre los árboles, un joven y alegre cazador con una gran copa de roble llena de leche hasta el borde. Cuando estuvo al lado de los niños, les dijo:

-Hermosos niños, no bebáis de esta agua impura; bebed de la mía.

Y les mostraba su copa colmada de leche.

Pero Rondabosques y Amaflores contestaron:

-Gracias, buen cazador; pero hemos prometido no beber sino agua corriente.

El cazador se acercó más a los niños con su copa, diciéndoles:

-Esta agua es sucia; puede ser buena para los leñadores, pero no para niños tan hermosos como vosotros. ¿No os habéis educado en palacios?

A lo cual los niños contestaron:

-No; nos hemos educado en castillos, y somos los hijos de aquellos señores que están allí. Díganos cómo puede romperse el encanto que los tiene hechizados.

Inmediatamente volvióse el cazador, arrojándoles una furiosa mirada; derramó en el suelo la leche y se alejó con la copa vacía.

Cuando, al mediodía, se hizo más intenso el calor, los niños volvieron al arroyo; también entonces llegó por entre las encinas otro cazador, llevando en la mano una copa de roble llena de aguamiel hasta el borde. Como el otro, les rogó que bebiesen, les dijo que el arroyo estaba lleno de ranas y les preguntó si eran príncipes. Pero al contestarle los niños, como antes: “Hemos prometido no beber más que agua corriente, y somos hijos de aquellos señores; díganos cómo hemos de romper su hechizo”, el cazador se dio vuelta echándoles una iracunda mirada, derramó el aguamiel y prosiguió su camino.

Toda aquella tarde trabajaron los niños junto a sus padres, sembrando bellotas; pero los señores no advirtieron su presencia ni oyeron sus palabras. Al acercarse la noche, sintiéndose con hambre, los niños dividieron entre sí la última torta, y puesto que de ninguna manera lograron persuadir a sus padres de que debían comer con ellos, encamináronse a la orilla del arroyo y empezaron a comer y beber ellos solos.

Los cuervos volvían a sus nidos, colgados en los árboles más altos; pero uno de estos pájaros, que parecía viejo y cansado, revoloteaba cerca de los niños, como queriendo beber en el arroyo. Mientras los niños comían, los cuervos guardaban una actitud espectante y picoteaban las migajas que a aquellos se les caían.

-Hermano -dijo Amaflores-, este cuervo seguramente tiene hambre; démosle un bocadito; no importa que sea la última torta.

Accedió Rondabosques, y ambos dieron al cuervo un pedacito de lo que comían, pero su gran pico acabó los pedazos en un momento, y saltando más cerca empezó a mirarlos alternativamente.

-El pobre cuervo todavía está hambriento -dijo Rondabosques, y le dio otro pedacito.

Cuando el ave lo hubo engullido, se dirigió a Amaflores, quien le dio también otro pedacito, y así continuaron hasta que el cuervo se comió toda la torta que les quedaba.

-Bien -dijo Rondabosques-, por lo menos podremos beber.

Mas cuando se detuvieron ante el agua, llegó de entre las encinas otro cazador, llevando en la mano una gran copa de roble, colmada de vino.

También éste les dijo:

-Dejad esta agua cenagosa, y bebed conmigo.

Pero los niños contestaron:

-No beberemos sino de esta agua; aquellos señores son nuestros padres; díganos cómo podremos romper el hechizo.

El cazador se volvió echando una mirada de enojo, derramó el vino sobre la hierba y prosiguió su camino. No bien se hubo ido, el viejo cuervo les miró al rostro, y dijo:

-Yo he comido vuestra última torta; en recompensa os diré cómo podréis romper el hechizo. Antes de que se ponga el Sol, acercaos a los señores y decidles cómo os han tratado los mayordomos y cómo os mandaron a guardar puercos. Cuando veáis que os escuchan, tomadles las palas de madera y guardadlas, si podéis, hasta que se haya puesto el Sol.

Rondabosques y Amaflores dieron las gracias al cuervo, y, corriendo, se acercaron a sus padres y les dijeron lo que les había aconsejado el cuervo. Mientras los niños referían cómo se les había obligado a dormir en el pajar y forzado a guardar puercos, los señores continuaron con más lentitud su trabajo, hasta que llegaron a dejar sus palas. Entonces Rondabosques, tomando la do su padre, corrió a arrojarla al río, y lo propio hizo Amaflores con la del suyo. En aquel momento, desapareció el Sol tras las encinas de Occidente, y los señores quedaron de pie, mirando, como si acabaran de despertar de un sueño, el bosque, el cielo y a sus hijos.

Rondabosques y Amaflores volvieron contentísimos a sus casas con sus padres. Obligaron a Agarrafuerte y a Sin-blanca a dejar los vestidos de seda y a salir de los mejores aposentos, que quedaron nuevamente para los hijos de los señores, y los perversos mayordomos, con sus groseros hijos, fueron enviados a guardar puercos, que era el lugar indicado para ellos. Por lo que a Rondabosques y a Amaflores se refiere, no sufrieron en adelante más contratiempos, y cuando tuvieron edad para ello, se casaron y heredaron los castillos y las tierras de sus padres. No se olvidaron de la solitaria señora Mangasverdes, pues, según se supo en todo el Oriente, así ella como su enano Rincón pasaron con ellos en lo sucesivo todas las fiestas de Navidad, y éstos, por su parte, fueron todos los veranos a vivir con la dama en la gran encina del bosque.