LOS CIEN MIL MONOS

De repente, saltó a tierra un gran mono, que vino a plantarse ante Singh, después de haberlo contemplado gran rato colgado de la rama de un árbol por uno de sus brazos.

 

 

-Que me han pegado -respondióle el pobre niño.

-No; no es eso lo que a ti te ocurre -insistió el mono.

-Pues entonces, ¿qué me ocurre? -replicó Singh admirado.

-Ya hace tiempo que te pegaron y tu piel ya no está tan dolorida -dijo el mono-. Lo que a ti te pasa es que tienes ganas de contárselo a cien mil personas, y no tienes a nadie que te escuche.

-Sí -gimió el pobre muchacho-, tienes mucha razón. Mis padres se están regalando en la aldea con un festín opíparo, y si fuera a contárselo a ellos me volverían a pegar y me causarían nuevo daño.

-Ven conmigo -dijo el mono-, y podrás referírselo a cien mil amigos, que llorarán tus penas, y así te sentirás aliviado.

Cogió a Singh con su callosa mano, y echó a correr con él a través de la maleza. Singh lo acompañó en su carrera durante largo tiempo. Iba demasiado ocupado en sortear las ramas de los árboles, los troncos derribados y las charcas de lodo, para advertir por donde corrían; así que recibió gran sorpresa cuando vio que se acababan los árboles y desembocaba la selva en las ruinas de una blanca ciudad, toda de mármol. Había templos derribados y admirables pavimentos destruidos. Y todo ello brillaba con siniestros resplandores a los rayos del sol abrasador de la India.

La ciudad carecía de habitantes, pero monos, en cambio, vio Singh reunidos en ella muchos más que nunca había supuesto que existieran entre todas las selvas del mundo.

-Refiéreles a éstos tus desdichas -díjole el que le había servido de guía, y escapó riéndose descaradamente del desdichado Singh, quien se vio envuelto por un enjambre de monos. El guía fue a sentarse en los escalones de mármol de las ruinas de un templo.

-Me han dado una gran paliza, y tengo las espaldas molidas -dijo Singh para empezar.

-¡Ah! -exclamaron a coro cien mil monos de caras compungidas, con la mirada fija en el rostro del muchacho.

-Me han azotado brutalmente por tumbarme a la sombra y no hacer la comida mientras mis padres trabajaban- siguió diciendo Singh.

-¡Aah! -exclamaron de nuevo cien mil monos, contemplándole con creciente interés.

-Me llamo Singh, y soy muy, pero muy desgraciado.

-¡Aah! -repitieron los simios.

-La gente de mi aldea me ha arrojado de ella con las espaldas molidas y el estómago vacío.

-¡Aah!

-¡Con las espaldas molidas y el estómago vacío! -repitió el pobre Singh con tono enfático, porque no se le ocurría decir nada nuevo.

-¡Aah! -repitieron los monos, como si sólo hubiesen escuchado el principio de sus desventuras.

Singh no sabía qué añadir, y ahora era aun más desgraciado, porque deseaba que lo compadeciesen y que lo consolasen.

-¡Aah! -repitieron los simios, impasibles.

-¡Con las espaldas molidas! -insistió Singh.

-¡Aah! -dijeron los monos ya impacientes.

Y oyó que decían algunos:

-¿Se ha acabado ya la historia?

-¡Y el estómago vacío! -se atrevió a añadir aun el infeliz muchacho.

Poniéndose en pie de un salto, buscó con la mirada al mono que allí lo trajera, y al descubrirlo sentado en la escalinata del templo, gritóle con todas sus fuerzas:

-Llévame otra vez a mi aldea; por lo visto, estas gentes no me encuentran todavía bastante desgraciado.

-Y el mono le respondió, riéndose:

-Así lo sospeché.

Y tomándolo otra vez de la mano, condújolo de nuevo hasta su aldea.

Pero no le pegaron al llegar. Su madre sintió gran alegría al recuperarlo, diole de comer cuanto quiso, lo acostó y lo cuidó con mucho cariño. Decididamente ésta es la mejor manera de ser consolado. Si alguna vez os halláis en una tribulación, corred a referir vuestras cuitas a cien mil monos de caras compungidas, y encontraréis en ello gran alivio y consuelo a vuestro mal.


Pagina anterior: EL LIBRO MARAVILLOSO
Pagina siguiente: EL GUANTE