EL LIBRO MARAVILLOSO


La selva era admirable, y el niño que erraba por ella sintió que le embargaba su encanto con extraño y misterioso poder.

Paseábase cada día por sus sombríos senderos y secretos escondrijos.

Los reflejos de los rayos solares sobre las verdes hojas, el ruido misterioso que la lluvia producía en su caída, el susurro de la brisa entre las ramas, producíanle un gozo extraño, no exento de dolor.

Y cuanto más a fondo iba conociendo la selva, más se iba convenciendo de que en sus soledades cobijábase un invisible ser.

Parecíale descubrir las huellas de sus pies sobre el mullido césped; escuchar los acentos de su voz en el susurro de las auras; y una vez creyó sentir el roce de sus albas vestiduras y que su tibio aliento lo acariciaba.

Un deseo irresistible de descubrir el secreto de la selva adueñóse de su corazón por completo y por fin logró verlo satisfecho.

Cierto día siguió la corriente de un arroyo desde su nacimiento, internándose en la selva más y más, hasta llegar a un lugar, cercado de árboles, donde el arroyo formaba una laguna tranquila y sombría.

A su orilla halló sentada a una mujer viejísima. Empero, al contemplarla, observó que sus pies iban hundiéndose más en el agua, y que la anciana se transformaba por momentos en otra criatura distinta.

Extendió hacia el viento sus brazos demacrados, y aquél le prestó su fuerza y ligereza; llamó a los árboles y éstos le comunicaron su hermosura y esbeltez; apoderóse de los rayos del Sol y con ellos adornóse la cabeza; y la profundidad, la calma y el brillo de la laguna pasaron a sus ojos.

Otros niños hubieran huido horrorizados, pero el nuestro no sabía lo que era miedo, y avanzó hasta encontrarse frente a frente de aquella mujer, que ahora estaba erguida, radiante de hermosura y más bella y veleidosa que la misma Luna.

Miráronse los dos a los ojos con fijeza, y después la mujer lo besó en la frente, diciéndole:

-Eres de los contados que no conocen el miedo.

Entonces lo condujo hasta el mismo corazón de la floresta. Los árboles y malezas no eran tan espesos allí y cesaban por completo en el margen de un círculo de hierba tan delicada y suave como una alfombra tejida por manos de hadas. Encima brillaba sobre el círculo el cielo, como un ancho ojo azul llenándolo de luz y de calor.

En el centro alzábase un altar, construido con diversas maderas del bosque, y encima del altar veíase un libro espléndido. La mujer lo condujo hasta el libro, y el niño fijó la vista en sus magníficas páginas.

¡Oh, qué inmensa maravilla! Parecíale estar viendo una fotografía de la selva y sin embargo, aquello no era una vista fotográfica, porque los árboles se inclinaban y movían, los arroyos corrían y saltaban, y la hierba de los prados formaba verdes ondas, cual si la agitase el viento. Vio las ocultas guaridas de las ardillas y topos y aquellos seres tímidos que viven escondidos en los bosques. Y vio todavía más, porque admiró la lucha titánica que sostienen las semillas con la tierra, y de qué modo las hierbas y las flores y los árboles nacen a la vida.

Después, entre las móviles figuras, aparecieron los rostros de bellísimas doncellas, que desfilaban entre los árboles, con las trenzas deshechas y tendidas, de las que el Sol arrancaba dorados reflejos; caballeros cubiertos de brillantes armaduras marchaban en pos de ellas; monjes de enlutadas capuchas ambulaban con paso lento, seguidos de bufones retozones con sus trajes de colores brillantes, llenos de cascabeles. Y estas extrañas visiones siguieron desfilando por el cuadro, cada vez con mayor velocidad, hasta que la vista deslumbrada del muchacho no pudo resistir más.

Desde entonces, iba el niño cada día a la laguna de la selva, y aparecíasele la misma mujer, y acompañábalo hasta el libro del que iba volviendo las páginas.

A veces, los cuadros eran parecidos a los primeros que había visto copiados de aquellos bosques, poblados de mujeres bellísimas y apuestos caballeros. Con frecuencia veía también a los monjes entregados a sus habituales trabajos y honestos pasatiempos.

Después, la hoja siguiente mostrábale las calles de una ciudad populosa, y el niño contemplaba las muchedumbres, los comerciantes, los magnates, los mendigos, las mujeres que ostentaban costosísimos vestidos.

Más adelante veía en las páginas del libro maravilloso palacios y templos, y ciudades que desaparecieron hace muchísimos siglos, y las cortes de ciertos reyes y reinas que vivieron en épocas remotas.

Su corazón encariñóse con el libro, y tan embebido le tenían el pensamiento aquellas visiones mágicas, y tan vago y distraído se mostraba, recorriendo el día entero la floresta, que todos le tomaban por imbécil. Pero cuando el niño se hizo hombre, y tuvo que abandonar su casa y la encantadora selva, escribió de sus visiones obras interesantísimas. Y el mundo entero lee con inmenso placer las admirables escenas del Libro Maravilloso.


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