LA MANZANA DE COLOR DE ROSA


Era una fría tarde de invierno, y la nieve cubría toda la ciudad con un blanco manto. El reloj de la catedral daba las cinco; y un pequeño huérfano abandonado, desde el umbral de una puerta, miraba con admiración hacia la gran torre, encantado del aspecto de las campanas. Pero el viento frío agitó de tal modo los andrajosos vestidos del niño que éste se acurrucó a toda prisa en el portal, en busca de abrigo para ampararse del viento que cortaba como el filo de un cuchillo.

En el mismo instante abriéronse las grandes hojas de la puerta de la iglesia y Juanito, un muchachito que vivía en Estrasburgo, comprendió que era la hora en que hombres y mujeres se dirigían al templo para rezar sus oraciones.

Ya había observado muchas veces, a través de las puertas, las cosas maravillosas que la iglesia guardaba, los blancos y lucientes cirios, la hermosa imagen de la Madre de Jesús y los sacerdotes revestidos, que se arrodillaban ante el altar.

También había oído el órgano y las voces del coro, que nunca dejaban de asombrarlo y de excitar su deseo de admirar más de cerca todas aquellas cosas. Si sus vestidos no hubieran estado tan destrozados, ya se habría atrevido a entrar; pero ¡pobrecillo!, iba cubierto de harapos y no llevaba ni botas ni sombrero.

Juanito permaneció de pie, junto al ángulo de la puerta, mirando cual ya lo había hecho otras muchas veces, cómo la gente penetraba en la iglesia.

Muchas de las señoras llevaban abrigos de pieles y casi todos los hombres iban envueltos en grandes gabanes y amplias bufandas. Juanito pensaba qué bueno debía ser aquello de tener vestidos gruesos y no sentir el frío ni el hambre. El pobrecito no podía imaginárselo, porque sus miembros estaban entumecidos por el frío y apenas si había podido comer durante los dos últimos días. Mientras miraba a la gente, llegó un elegante carruaje, en cuyo interior vio Juanito a una niñita que, después de mirarlo, volvióse como para hablar con una señora que con ella iba. La señora entregó a la niña algo que sacara de una cesta, en tanto que el cochero abría la portezuela para que las dos descendieran del carruaje.

¡Oh! ¡Cuan hermosas eran! Sobre todo la linda muchachita. El pobre Juanito abrió los ojos como espantado y casi llegó a pensar que acaso fuera su hada bienhechora. Su abrigo era de riquísimas pieles blancas, y llevaba gorrito y manguito de la misma clase. Su carita estaba rodeada de bucles de oro y en las piernecitas y piececitos lucía polainas y lindos zapatitos blancos.

Al subir los escalones, Juanito notó que llevaba entre sus manitas una gran manzana de color de rosa, mas cuando llegaron arriba, apenas podía creer lo que estaban viendo sus ojos; porque la pequeña, corriendo hacia él, alargóle la manzana al mismo tiempo que decía:

-Mira, niño, ¿quieres esta hermosa manzana?

Y antes que él tuviera tiempo de contestar, corrió la niña tras la se ñora, dejándolo, sorprendido, con la manzana en la mano.

Lleno de sorpresa dio un salto hacia la niña y entró tras ella en la catedral, donde vio cómo se arrodillaba al lado de su madre cuando los sacerdotes comenzaron los rezos.

Durante cierto tiempo se quedó allí, ansiando una vez más su pequeño corazón poder entrar en la iglesia para arrodillarse como los demás.

El fondo de la iglesia estaba bastante solitario y Juanito se decidió por fin a traspasar el umbral, débilmente alumbrado. Allá detúvose algunos momentos; pero no pudiendo resistir más, adelantóse de repente y se arrodilló con rapidez junto a una de las sillas. Cerró los ojitos y quedóse quietecito hasta que comenzó a sonar el órgano y vio que toda la gente se levantaba.

¡Oh! ¡Cómo escuchó y observó todo el oficio religioso!

Y cuando oyó la hermosa música, su corazón ensanchábase más y más, sientiendo ganas de llorar, al mismo tiempo que su alma se inundaba de felicidad.

Después vio que uno de los sacerdotes cruzaba el templo, llevando en sus manos una bandeja de oro, donde la gente depositaba dinero. ¡Cuánto hubiera dado el pobre Juanito por poder hacer lo mismo!

Y tal anhelo sugirióle una idea rara.

-¿Por qué no poder ofrecer –pensó Juanito- mi manzana de color de rosa al buen Dios a quien todos los sacerdotes rezan?

Juanito no sabía mucho respecto de Dios; pero sí sabía que aquella manzana era todo lo que poseía en el mundo, su próxima comida y la única cosa que habíale causado alegría desde hacía mucho tiempo.

Era muy duro quedarse sin la manzana; pero estaba tan deseoso de hacer la ofrenda, que su único temor consistía en que ésta no fuese lo bastante digna para ser aceptada.

Apretóla fuertemente contra su corazón, y cuando el sacerdote pasó cerca de él, Juanito levantóse de su silla y, dando un profundo suspiro, tan profundo como feliz, colocó la manzana en la bandeja de oro. Con delicia pensó cuánto se destacaba entre las monedas y miró con atención cómo el sacerdote se la llevaba. Cuando éste llegó al altar, toda la gente inclinó la cabeza, en tanto que el sacerdote levantaba la bandeja rogando a Dios aceptara las ofrendas de los fieles.

Al mismo tiempo sucedió algo maravilloso. La bonita manzana de color de rosa, que momentos antes había apretado Juanito contra sus deditos, transformóse en brillante oro puro, mientras el sacerdote rezaba. Juanito sintió en su corazón una gran alegría imposible de olvidar y en su cara dibujóse una angelical sonrisa, en tanto un sentimiento de felicidad invadía todo su cuerpo. De todas las ofrendas que se habían depositado en la bandeja, la manzana era la más grata ante los ojos del Señor Dios.


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