LA GRATITUD


En la marca tarvisana, actual provincia de Venecia, Italia, hubo una vez un caballero rico y noble, el señor Dianese, quien, poco a poco, en regalos, caballos y armas, fue dilapidando cuanto poseía. En aquel tiempo llegaron allí noticias de que el rey de Cornualles mandaba proclamar por todo el mundo que todo caballero, quienquiera que fuese, quedaba invitado a asistir en su corte a un torneo, y que el que obtuviera la victoria, justando, debía recibir por esposa a la hija del rey, y por señorío la mitad del reino. Cuando el señor Dianese oyó tales nuevas convocó a sus amigos y parientes, y les pidió auxilio y protección: quería asistir al torneo de Cornualles, porque se sentía con bríos para obtener allí la victoria. Y de todos los que habían acudido a su llamado, unos lo animaron, otros lo disuadieron, y por último, predominó el consejo de que debía ir. Le dispensaron protección; lo proveyeron de armas, caballos y dinero, y le prepararon una buena escolta. De este modo, el caballero se puso en camino con muy buenos pertrechos. Durante dos semanas cabalgó, sin que le hubiera ocurrido aventura digna de mencionarse, y siguiendo el camino real, como a media legua de un poblado, vio un tropel de gentes a pie y a caballo, que dejaban aquel camino y se metían por un estrecho sendero. Entonces el señor Dianese interrogó a un transeúnte diciéndole:

-¿Por qué deja el buen camino y toma el malo toda esa gente?

El interrogado le respondió:

-¿No lo sabéis, señor?

-Por cierto que no -dijo.

Y explicó el otro:

-Porque quien siguiera por el camino real tendría que atravesar por un lugar hediondo, cuya peste procede del cadáver de un noble caballero que yace en unas andas ante una iglesia. Y quien pasare por allí se moriría del hedor. Así dejamos el camino real para evitar la pestilencia, y por ese motivo nadie transita por él. El señor Dianese inquirió entonces: -Así Dios te valga; dime, ¿por qué no entierran al caballero?

Y el otro contestó:

-En este país, señor, es costumbre que quien muera con deudas no sea enterrado hasta que sean pagados todos sus acreedores, y este noble caballero, que era pobre en bienes de fortuna, dejó grandes débitos, y nada quedó como propiedad suya con que puedan ser satisfechos, y ni parientes ni amigos tiene aquí que en su lugar los solventen, por lo cual no se le da tierra a su cuerpo.

-¿Si hubiera alguien que pagara por él, sería enterrado?

-Sin duda, señor; en el mismo momento se haría.

El señor Dianese se dirigió al pueblo, y, tan pronto como llegó, hizo pregonar por todas partes:

“Quien tenga algo que reclamar del señor Gigliotto, que fue llevado a la iglesia, pero todavía no sepultado a causa de sus deudas, debe dirigirse al señor Dianese en la hostería tal y cual, y sépase que el señor Dianese pagará a todos, por ser voluntad suya que sea sepultado como corresponde aquel noble caballero”.

Oído esto, los acreedores del señor Gigliotto corrieron a la hostería que se les había dicho, y el señor Dianese -cuya compasión lo llevaba a la generosidad de satisfacer todas las deudas del señor Gigliotto para que éste tuviera honrada sepultura- comenzó a pagar en el momento, y consumió en ello todo su dinero y vendió sus caballos lo mismo que sus pertrechos de guerra, excepto un corcel que reservó para sí; y cuando los acreedores estuvieron satisfechos, invitó a los habitantes del pueblo y a los sacerdotes y monjes con sus acólitos, y fueron todos a la iglesia, e hizo que fuera enterrado con gran honor el noble caballero. Y así que estuvo realizado, se despidió de toda aquella gente.

Llevaba recorridas unas dos leguas, yendo él sólo a caballo, y a pie todos sus compañeros y escuderos, cuando los alcanzó un viajero, que parecía mercader por su aspecto, el cual viajaba regiamente con dos hermosos caballos de silla y una excelente muía con equipajes soberbios. Al llegar saludó al señor Dianese, quien correspondió cortésmente, y el marchante le preguntó por sus asuntos, y qué le había acaecido para que saliera de su casa y cuál era el objeto de su expedición. Y después que lo hubo sabido, le dijo:

-Sólo con ver vuestro semblante quiero ser vuestro asociado, en forma que todo lo que vos o yo ganemos sea repartido por mitad. Vos sois un valiente caballero y yo tengo mucho peculio, y quiero proveeros de dinero, de caballos y armas, y todo lo demás que necesitéis.

El señor Dianese le respondió:

-Acepto gustoso lo que me proponéis, señor mercader.

Llegados a la ciudad inmediata, compraron corceles y armas y todo lo que les era preciso, y se pertrecharon excelentemente, y siguieron cabalgando hasta que llegaron a la ciudad del rey, y allí se hospedaron en el mesón más distinguido. Enseguida invitaron a comer a todas las buenas gentes del país y las obsequiaron espléndidamente, y repitieron las invitaciones con tanta frecuencia, que en la ciudad decían todos:

-Son los caballeros más nobles de cuantos han venido.

El día del torneo armóse todo el mundo, y los caballeros llegaron por todas partes al verde campo donde debía verificarse la justa. Llegaron el rey, la reina, la princesa y todos los barones del reino, y cuando todos estuvieron reunidos ordenó el rey que empezara el torneo, no sin proclamar otra vez que sería premio del vencedor la mano de su hija y la mitad de su reino. Los barones y caballeros se pusieron a combatir valientemente; había allí hombres mucho más valerosos y fuertes y se realizaron hazañas más dignas de gran alabanza que lo que se había visto jamás en ningún torneo, por lo que la lucha se prolongó largo tiempo. Por fin, el señor Dianese fue vencedor de todos, y cuando el rey y la reina lo vieron, se pusieron muy contentos, y todos clamaban:

-¡Vítor por el señor Dianese!

El rey lo llamó junto a sí, y le dio a su hija, y con ella la mitad de su reino, y todo era júbilo, fiestas y grandes alegrías.

Después estuvieron cosa de un mes en aquel reino, y cuando ya habían residido allí el tiempo que fue de su agrado, díjole el mercader al señor Dianese:

-¿Qué pensáis hacer? ¿No os parece tiempo de regresar a vuestra patria? Dios os ha dado muchos bienes y honores, de modo que de mucho le sois deudor. El señor Dianese respondió: -Es cierto, y con gran reverencia alabo a Jesucristo Nuestro Señor y a su Santísima Madre, y quiero mostrarme agradecido con ellos, lo mismo que con vos, que me habéis ayudado tanto y más de lo que nadie podría hacerlo. Y sabed que mi deseo es volverme a mi país, pero no podemos hacerlo sin licencia del rey.

El mercader le dijo:

-Vayamos entonces junto al rey, y, como es debido, le pediréis la conveniente venia, y el rey, que es un señor lleno de saber, aprobará vuestros deseos.

Puestos así de acuerdo entraron en la cámara regia, y el señor Dianese dirigiéndose al rey, dijo:

-Señor rey, bien sabéis que soy vuestro en vida y hacienda, y que no me es lícito hacer nada sin vuestra voluntad y consejo, y por eso os digo que si fuera de vuestro agrado, me trasladaría gustoso a mi país para volver a ver a mis parientes y amigos, y hacerles gozar de la satisfacción de conocer los honores que me habéis dispensado.

El rey le respondió:

-Señor Dianese, os tengo tanto afecto, que ya más no es posible, y estoy muy contento con vos, y prefiero saber que estáis cerca de mí que no lejos; pero si vuestra voluntad es viajar y visitar a los parientes y amigos, también ésa es la mía. Podéis poneros en camino cuando bien os parezca.

El señor Dianese le dio gracias al rey, y agregó:

-Entonces, Dios mediante, partiremos de hoy en ocho días.

El rey dijo que era conforme, e inmediatamente hizo que dispusieran caballos y todo lo necesario para que el yerno y la hija viajaran muy honradamente. Pasaron los ocho días, llegó el día de la partida y estaban terminados todos los preparativos. El señor Dianese encomendóle al rey sus territorios, montó a caballo, y con él su esposa, el marchante, los numerosos caballeros de su escolta y las doncellas de la princesa. Los mulos de carga uniéronse al cortejo, y todo era según convenía a señores de tan alta alcurnia. Y para su gran consuelo y alegría, el rey y muchos barones y caballeros los acompañaron hasta algunas leguas más allá de las fronteras. Entonces el rey con su gente se despidió del señor Dianese, y el señor Dianese de ellos. El rey se volvió a su país, y siguió su vía el señor Dianese.

Luego que el señor Dianese, con los suyos, hubieron cabalgado durante muchos días, con grandes penalidades y fatigas, y ya sólo estaban a una jornada de su patria, llegaron a un lugar donde se dividían los caminos.

Allí el mercader le dijo al señor Dianese:

-Marchad lentamente delante, y ordenad a todos que se detengan.

El señor Dianese, que lo amaba cordialmente y confiaba en él para todo, mandó decir enseguida que nadie siguiera, sino que hiciera alto allí todo el cortejo. Entonces dijo el mercader:

-¿Sabéis por qué os rogué que os detuvierais?

-No.

-Pues quiero decíroslo. Quiero que cumpláis la promesa y los pactos que hay entre nosotros.

El señor Dianese dijo:

-¿De qué pactos habláis?

El mercader respondió:

-Bien sabéis que nos hemos asociado cuando nos dirigíamos al torneo, y que hemos dicho que repartiríamos por igual todo lo que ganáramos.

-Lo recuerdo muy bien, y así es la verdad; pero ¿por qué me lo decís? ¿No queréis nada de lo que hemos ganado?

-Ya lo creo; quiero la mitad de todo.

-¡Ah! ¿Por qué no venís conmigo? Siempre seréis venerado en mi palacio, y no tendréis que preocuparos de nada, y llevaréis una existencia tan excelente y honrada como la mía.

-Sabed que también yo quiero regresar a mi patria, y por eso os reclamo la mitad exacta de todo lo que hemos ganado.

Al señor Dianese no le agradaba mucho aquello. Sin embargo no quería faltar a su fidelidad ni a su promesa. Fácil le hubiera sido exclamar:

-Vete con Dios; no comprendo lo que quieres decir. -Pero no quiso proceder así, sino que con gran prudencia respondió diciendo:

-Tomad la parte que queráis. Quedaré contento con el resto.

Pero el mercader dijo:

-Yo partiré, y vos elegiréis.

-Como queráis.

El mercader hizo las partes, y dijo:

-La mujer, con la tienda bajo la cual se cobija, sea una de las partes, y la otra los caballeros con todos los mulos y sus cargas.

El señor Dianese se enojó fieramente con ello, pero dijo para sí:

-Son harto diferentes las partes que has hecho, pero creo que no me queda otro remedio sino escoger a la esposa.

Tomó a su mujer, y dejóle todo lo demás al marchante. Y con esto se despidieron, y uno fue por este y otro por aquel camino. El señor Dianese iba muy triste y enojado.

Pero el mercader, después de haber andado algún trecho con toda la gente, tomó una vía transversal que conducía al otro camino, y trotó rápidamente para alcanzar al señor Dianese, el cual, al verlo, se quedó muy admirado, y le preguntó:

-¿Por qué volvéis?

Y el comerciante le dijo:

-Señor Dianese: deteneos un poco. Es verdad que hemos hecho partición entre nosotros, y que como caballero fiel y valeroso habéis mantenido la palabra que me habíais dado, y que yo soy el auténtico señor de esta gente, y puedo hacer con ella lo que quiera. Pues por eso os la doy, y quedo contento de que sean vuestros y estén a vuestro servicio, junto con todo lo bello y bueno de que pueda haceros merced el Señor a vos y a vuestra esposa. Y quiero deciros quién soy para que así como hasta ahora siempre habéis servido honradamente y ejercido caballerías y fidelidad, continuéis en adelante haciéndolo, y así vendrá sobre vos todo el bien que viene sobre quien procede de ese modo. Yo soy el noble a quien habéis hecho enterrar tan generosamente y por quien habéis gastado tanta parte de vuestros haberes. Y la bondad caballeresca de que habéis usado conmigo fue tan grata a Dios, que quiso que os rindiera este honor y os hiciera este bien.

Y dijo el señor Dianese:

-Si los muertos pagan así los beneficios, ¿qué deberían hacer los vivos?

Y el noble siguió diciendo:

-Sabed, señor Dianese, y ojalá que toda la gente también lo supiera, que jamás se perdió, pierde, ni perderá ningún beneficio.

Dicho esto, fuese al Paraíso, y el señor Dianese, con su esposa, fue recibido con grandes honores en su tierra, donde durante toda su vida continuó haciendo el bien, y gozó de bienestar y dichas sin cuento.