HISTORIA DE LINDOPIE


En tiempos remotos existió en tierras muy lejanas de Occidente una ciudad llamada Villacotón. Villacotón tenía rey propio y se llamaba Pasotorpe; su familia era de origen muy antiguo y todos sus miembros tenían unos pies enormes. Los pies grandes habían estado de moda en aquel país, ya de tiempo inmemorial; cuanto más noble era la familia, mayores eran los pies. La reina, llamada Talonmaza, era la mujer más bella de Villacotón. Los zapatos de Su Majestad eran casi tan grandes como una barca de pescar, y sus seis hijos prometían ser igualmente hermosos. Los reyes estaban orgullosos de tener tales hijos, y nada empañó su dicha, hasta que al venir al mundo su séptimo hijo corrió el rumor por toda la ciudad de que el príncipe había nacido con unos pies tan pequeños que no se parecía en nada a los hasta entonces conocidos en Villacotón, exceptuando los pies de las hadas.

El rey y la reina se avergonzaron tanto del nacimiento del pequeño príncipe, que secretamente lo enviaron a las tierras de pastoreo, encomendado al cuidado de los pastores, cuyo jefe se llamaba Vellondoble. La gente acudía de todas partes a ver al Joven príncipe y admirar sus pies.

La real familia le había puesto catorce nombres, empezando por el de Augusto, pero los sencillos campesinos no podían acordarse de tantos; además, los pies eran lo más notable del chiquillo, así es que, por unanimidad, se dio en llamarlo Lindopie.

Era un muchacho muy hermoso, pero las noticias de la corte llegaron a oídos de los pastores y pronto despreciaron éstos también a Lindopie. Vellondoble se avergonzaba de tenerlo en su cabaña, y tan pronto como el príncipe tuvo la edad necesaria, lo mandaba todos los días a guardar unas ovejas enfermizas, que pacían en un prado solitario y abandonado cerca del bosque.

El desgraciado Lindopie, que a menudo se encontraba triste y solo, se hallaba cierto caluroso día de verano tendido a la sombra de una musgosa peña, cuando de repente, un petirrojo, al que perseguía un gran halcón, fue a caer volando dentro de su viejo sombrero de terciopelo, que estaba en el suelo a su lado. Lindopie cubrió con él al asustado pajarito, y el halcón, ahuyentado por sus gritos, emprendió otra vez el vuelo.

-Ahora puedes marcharte, pobre petirrojo -dijo Lindopie, levantando su sombrerito; pero en vez del pájaro saltó de debajo del sombrero un hombrecito vestido con un traje de color castaño rojizo, y que parecía tener casi cien años. Lindopié quedó mudo de sorpresa, pero el hombrecito dijo:

-Gracias por tu protección y puedes tener la seguridad de que yo haría lo mismo por ti. En caso de que necesites de mi ayuda, llámame: mi nombre es “Petirrojo Buenamigo”.

Y, marchando veloz como una flecha, se hubiera perdido de vista en un momento, si Lindopié, mientras se levantaba, no lo hubiera llamado.

-¿Qué hay? -dijo el encino.

-Me encuentro muy solitario y nadie quiere jugar conmigo, porque mis pies no son bastante grandes -dijo apesadumbrado Lindopié.

-Pues ven y jugarás con nosotros -respondió el enano-. Somos los seres más dichosos del mundo y no nos preocupamos por los pies de nadie; pero dos cosas debes tener siempre presentes: primera, haz lo que veas hacer a los demás, y segunda, nunca hables de lo que hayas visto u oído.

-Haré esto y todo lo que tú quieras -dijo Lindopié, y el enano, cogiéndolo de la mano, lo condujo hacia el bosque, donde lo hizo pasar por un camino cubierto de musgo, que corría por entre los añosos árboles cubiertos de hiedra, hasta que oyeron los acordes de una música y salieron entonces a un prado donde la luna brillaba con todo su esplendor, y donde todas las flores del año se alzaban entre la espesa hierba. Había allí una multitud de hombres y mujeres de pequeñísima estatura; unos llevaban vestidos de color bermejo; otros, que eran los más, los usaban de color verde, y todos bailaban alrededor de un pequeño pozo de cristalina agua. Y bajo los altos rosales que había diseminados por aquella pradera, se sentaban los grupos en torno de unas mesitas bajas cubiertas de platos de miel, vasos de leche y frascos de madera llenos de vinos claros de brillantes colores.

El enano condujo a Lindopié hasta la mesa más cercana y lo invitó a beber. Tan pronto como el vino mojó sus labios, pareció que se desvanecían todos sus pesares, y los enanos, que bailaban alrededor del pozo, empezaron a gritar. “¡Bienvenido seas! ¡Bienvenido seas!”; y todos le decían: “Ven a bailar con nosotros”. Lindopié se sintió en aquellos momentos feliz como un príncipe y bebió leche y comió miel, hasta que la luna desaparecía casi en el horizonte; entonces el enano lo volvió a tomar de la mano y lo condujo otra vez a la cama de paja que Lindopié ocupaba en un rincón de la cabaña.

A la mañana siguiente, Lindopié, a pesar de lo mucho que había bailado, no sentía fatiga alguna. Ninguno de los ocupantes de la cabaña lo había echado de menos y volvió a marchar otra vez a guardar el rebaño, como de costumbre; pero, durante aquel verano, todas las noches, cuando los pastores dormían profundamente, el enano fue a buscarlo y lo llevó al bosque para bailar.

Lo más extraño era que nunca sintió sueño o cansancio, como les ocurre a las personas que se pasan la noche bailando; pero antes de que se acabara el verano, Lindopié descubrió la razón de ello. Una noche de luna llena, Petirrojo Buenamigo fue a buscarlo, como de costumbre, y juntos marcharon a la florida pradera. El holgorio que allí había era grande, y como el enano tenía prisa para gozar de la fiesta, sólo se detuvo a señalarla esculpida copa en que todas las noches Lindopié bebía el vino rojo.

“No tengo sed y no hay tiempo que perder”, pensó el muchacho, y fue a reunirse con los que bailaban, pero ninguna noche había encontrado Lindopié tan difícil seguir el compás de sus compañeros de danza. El muchacho los siguió lo mejor que pudo, pero al final se alegró de poder escaparse del baile y corrió a sentarse detrás de un roble cubierto de musgo, donde se durmió de cansancio. Cuando despertó, el baile había casi terminado, pero dos pequeñas damas vestidas de verde- estaban hablando muy cerca de él.

-¡Qué muchacho tan hermoso! -dijo una de ellas-. ¡Qué pies tan lindos tiene!

-Sí -respondió la otra-, son exactos a los que tenía la princesa Flor de Mayo antes de lavárselos en el agua del pozo crecedor, que ahora está seco. Y tu sabes que en el mundo nada puede volverlos pequeños otra vez.

Cuando se hubieron marchado, Lindopie, lleno de asombro, no pudo dormir ya más. Lo sorprendía que al padre de la princesa Flor de Mayo lo apenara el crecimiento de los pies de su hija. Además, Lindopie deseaba ver a la princesa y su país. Aquel día se sintió tan fatigado, que descuidó sus ovejas, y habiéndolo visto el encargado de los pastores le pegó tan cruelmente, que Lindopie tomó la determinación de fugarse.

Fue corriendo lejos, muy lejos, penetrando en el bosque, hasta que, por fin, rendido, cayó al pie de un árbol y se quedó profundamente dormido. Al despertar oyó rumor de voces.

-¿Quién es este muchacho? -cantaba un ruiseñor encima de él, posado en una rama-. No puede haber venido de Villacotón, pues tiene los pies pequeños y lindos.

-No -contestaba otro-, ha venido del país de Occidente. ¿Cómo habrá encontrado el camino?

-¡Qué tonto eres! -añadía un tercero-. ¿Qué habrá tenido que hacer sino seguir la hiedra rastrera, que extendiéndose por alturas y hondonadas, por campos y matorrales, viene desde la puerta más baja de la huerta del rey hasta el pie de este rosal?

A Lindopie lo sorprendió en gran manera esta conversación y pensó que muy bien podía seguir la hiedra rastrera e ir a ver a la princesa Flor de Mayo. Tuvo que andar mucho, pero por último encontró la puerta y penetró en el jardín. Mirando a su alrededor vio a la princesa más joven y encantadora del mundo. Al punto adivinó que era ella la princesa Flor de Mayo y le hizo una profunda reverencia, diciéndole:

-Princesa; he oído decir que estáis apenada porque os han crecido tanto los pies. Yo conozco una fuente en mi país que puede hacéroslos volver más pequeños y hermosos de lo que antes los teníais.

Cuando la princesa oyó lo que decía Lindopie, se puso a. bailar de contento, a pesar de sus enormes pies, y acompañada de sus seis doncellas llevólo ante el rey, quien consintió que la princesa fuera en compañía de Lindopie a la fuente maravillosa.

Después de andar algunas horas llegaron a aquel lugar,, y, sentándose, la princesa Flor de Mayo se quitó los zapatos y se bañó los pies en la fuente. En el momento que tocaron el agua empezaron a decrecer, y después de habérselos mojado y secado tres veces consecutivas, le quedaron tan pequeños y bien formados como los de Lindopie. Todos tuvieron una gran alegría al verlo, y la princesa manifestó su gratitud a Lindopie.

En aquel momento se oyó una música que Lindopie sabía que era la que las hadas tocaban cuando iban a su lugar de recreo. Levantándose rápidamente, tomó a la princesa Flor de Mayo por la mano y todos siguieron la música a través del bosque. Por fin, llegaron a la florida pradera, donde Petirrojo Buenamigo hizo una buena acogida a todos, en honor a Lindopie, y les dio a beber del vino de las hadas. Estuvieron danzando desde la puesta del sol hasta el clarear de la aurora.

Aquel día hubo gran regocijo en palacio porque los pies de la princesa Flor de Mayo eran otra vez pequeños. El rey regaló a Lindopie infinidad de joyas y finas telas, y cuando conocieron su maravillosa historia, el rey y la reina le rogaron que se quedara a vivir con ellos, pues lo querían ya como si fuera su hijo.

Después de algún tiempo Lindopie y la princesa Flor de Mayo se casaron y siempre fueron muy dichosos.


Pagina anterior: LOS CINCO CRIADOS DEL PRÍNCIPE
Pagina siguiente: EL HUÉSPED DEL REY