EL SEÑOR DE LOS LEONES


Tiempo atrás, a un colono de Uganda se le escapó al bosque un asno, el cual empezó allí a rebuznar por tanto tiempo y con tanta fuerza que despertó a un león. El rey de la selva se levantó y quedó mudo de asombro. ¿No era peligroso embestir a este animal nuevo y extraño de largas orejas?

-¿Quién eres? -le dijo.

-El señor de los leones -contestó el asno-. ¿No has oído mi pregón de desafío?

-Sí -repuso el león-, pero no hay necesidad de pelear. Formemos una liga contra todos los demás animales.

Empezaron, pues, a caminar juntos, y llegaron a orillas de un río. El león lo cruzó de un salto; mas el jumento tuvo que pasarlo a nado y, por cierto, a duras penas.

-¿Cómo? ¿no sabes nadar? -le preguntó el león.

-¿Nadar? Pues ya lo creo; nado como un pato. ¿No has visto cómo he cogido con mi cola un pez enorme, cuyo peso me empujaba hacia abajo hasta casi hacerme ahogar? Pero te he visto tan impaciente que lo he soltado.

Poco después llegaron a una pared. El león la saltó, pero el asno puso encima sus dos patas delanteras, sin poder pasar adelante.

-¿Que haces aquí? -interrogó el león.

-Me estoy pesando. Quiero saber si la parle anterior de mi cuerpo es tan pesada como la posterior.

Después de terribles esfuerzos, el pobre asno consiguió, a duras penas, pasar a la otra parte.

-Estoy viendo que no eres fuerte en manera alguna. Te desafío.

-Como gustes -repuso el burro-. Pero hagamos antes una verdadera prueba de fuerza. Cuando voy solo, nunca salto una pared; la derribo. Veamos si también lo haces tú.

Empezó el león a golpear la pared con sus garras, pero se las magulló de tal manera que hubo de desistir de su intento. Entonces el asno acoceó furiosamente las piedras con sus cascos de hierro, y la vieja pared cayó pronto por tierra, deshecha.

-¡Diablos!, veo que eres fuerte -dijo su compañero lamiéndose las garras lastimadas-. Te aclamaré por señor de los leones.

Al día siguiente se reunieron todos los leones de Uganda, y el asno, con paso majestuoso, los condujo a un valle, lleno de cardos y de espinas.

-¡Por Dios! no pases por aquí -le gritaron aterrorizados los leones-. Las espinas te lastimarán las garras.

-¡Bah! ¡qué miedosos y miserables sois! -dijo en tono despectivo el jumento-. Miradme.

Y, con gran asombro de la asamblea, empezó a comer los cardos y plantas espinosas. Al punto fue aclamado señor de los leones; y como nunca necesitó de las piezas que cazaban sus súbditos, les agradó mucho más que todos los demás reyes que hasta entonces habían tenido.