Niña Caridad


Una vez había una niña huérfana de padre y madre; ambos murieron cuando ella era todavía muy pequeña, dejándola al cuidado de su tío, que era el labrador más rico de todo aquel país. Poseía casas y tierras y numerosos ganados, muchos criados para el servicio de la casa y de los campos, una esposa que le había aportado una gran dote, y dos hijas muy hermosas.

Pues bien, ocurrió que a pesar de ser parientes próximos, aborrecían a la pobre huérfana, ya porque carecía de fortuna, ya también por su carácter bueno y humilde. Se decía que siempre estaba presta a proteger a todos los menesterosos y desechados del mundo; por lo cual la gente la llamaba Niña Caridad. Su tío no quería reconocerla como sobrina, y su tía la mandaba a la cocina a trabajar y la hacía dormir en la buhardilla. Pasábase el día entero llenando y vaciando cubos, fregando platos y limpiando los enseres de la casa; pero todas las noches su sueño era tan puro y tranquilo como podía serlo el de una princesa en su palacio.

Cierto día, en la época de la siega, cuando el rico labrador hubo acabado de recoger la mies de sus campos, invitó a todos los vecinos a una cena para celebrar la buena cosecha. Los campesinos acudieron vestidos con sus trajes de fiesta, y cuando estaban en lo mejor de la comilona una pobre mujer llamó a la puerta trasera de la casa e imploró algo que comer y albergue en que pasar la noche. Era la mendiga más pobre y harapienta que se haya visto jamás. La primera que la vio fue una criada y por toda respuesta le dijo que se marchara de allí; pero Niña Caridad se levantó del sitio que ocupaba en la mesa de los criados, la hizo pasar, le dio parte de su cena y le rogó que se quedara a dormir con ella en la buhardilla. La mendiga se sentó a la mesa sin dar ni las gracias. Niña Caridad tuvo que rebañar las cazuelas para cenar aquella noche y durmió sobre un saco entre unas vigas, mientras la vieja descansaba en su blanda y abrigada cama; y a la mañana siguiente, antes de que la niña despertara, ya se había levantado y desaparecido sin haberla saludado y sin haberle dado tampoco las gracias.

Al día siguiente, a la hora de cenar, volvió la mendiga a presentarse en la puerta trasera, pidiendo otra vez algo de comer y lugar para cobijarse aquella noche. Nadie quiso escucharla, fuera de Niña Caridad, que se levantó y le rogó aceptara su cena y durmiera en su cama de la buhardilla. Otra vez la mujer se sentó sin decir palabra. Niña Caridad tuvo que rebañar las cazuelas también aquella noche y dormir otra vez sobre el saco. Por la mañana la mendiga ya había desaparecido; así durante las seis noches siguientes, tan pronto como la cena estaba en la mesa, se presentaba a la puerta y la niña la hacía pasar y la trataba como de costumbre.

Algunas veces dijo la vieja:

-¿Niña, por qué no pones la cama más blanda? ¿cómo es que las mantas son tan delgadas?

Pero nunca habló para darle las gracias ni decirle adiós por las mañanas. Por fin, a la novena noche de haberse presentado, se oyó su acostumbrado aldabonazo en la puerta y se presentó acompañada de un perro muy feo.

-Buenas noches, querida niña -dijo cuando la niña Caridad abrió la puerta-. Hoy no vengo para quedarme a cenar y dormir, pues voy a ver a una amiga que vive muy lejos; pero aquí traigo este perro a quien nadie quiere guardar hasta que yo vuelva. Tiene muy mal genio y no es tampoco bonito, pero lo dejo a tu cuidado hasta el día más corto del año.

Al decir estas últimas palabras, echó a andar tan rápidamente que Niña Caridad la perdió de vista en un momento. El perro se arrimó amistosamente a ella, pero enseñó los dientes a todos los demás. A duras penas logró la niña que se lo dejaran guardar en un establo viejo y medio arruinado que había allí cerca. La niña le daba la mitad de su comida, y cuando vinieron las primeras heladas del invierno se lo llevó a escondidas a su buhardilla, pues el establo era húmedo y frío en aquellas largas noches. El perro dormía sobre un montón de paja que había puesto la niña en un rincón. Niña Caridad dormía muy bien todas las noches, pero al día siguiente los criados le preguntaban siempre:

-¿Cómo es que había en tu cuarto aquella luz tan brillante y se oía una conversación tan fina?

-No había más luz que la de la Luna que entraba por la ventana, que no tiene maderas, y yo no oí hablar -decía Niña Caridad, pensando que aquellos lo habrían soñado.

Pero una y otra noche, cuando alguno de ellos se despertaba a altas horas de la noche, veían que la buhardilla estaba iluminada por una luz muy clara y brillante y oían claramente las dulces voces de grandes damas y caballeros.

Por fin, cuando las noches eran muy largas, una joven doncella saltó del lecho mientras todos los demás dormían, y se puso a observar a través de la cerradura. Vio al perro, que estaba muy quieto durmiendo en un rincón, a Niña Caridad que reposaba tranquila en su cama, y un rayo de Luna que entraba por la ventana sin maderas; pero una hora antes de que clareara el día, se abrió la ventana y entró por ella una multitud de hombrecitos, vestidos de oro y grana. Con gran respeto y veneración se encaminaron hacia donde el perro descansaba sobre la paja, y el que iba mejor vestido de entre ellos, dijo:

-Príncipe Real, hemos preparado ya el gran salón para el banquete. ¿Qué quiere Vuestra Alteza que hagamos ahora?

-Está bien -dijo el perro-. Ahora preparad las fiestas y haced que las cosas vayan todo lo mejor que se pueda, pues la princesa y yo hemos de llevar a un forastero que nunca ha estado en nuestros salones.

-Las órdenes de Vuestra Alteza serán cumplidas- dijo el enano, haciendo otra reverencia; y él y todo su acompañamiento volvieron a salir por la ventana. Poco después entraron muchas damitas vestidas de terciopelo color de rosa, llevando cada cual una lámpara de cristal en la mano. También se acercaron al perro con gran respeto, y la más elegante de ellas, dijo:

-Príncipe real, hemos preparado los tapices. ¿Que desea Vuestra Alteza que hagamos ahora?

-Está bien -dijo el perro-. Ahora preparad los vestidos de ceremonia y haced que todas las cosas vayan perfectamente, pues la princesa y yo llevaremos a un forastero que nunca ha estado en nuestros salones.

-Se cumplirán las órdenes de Vuestra Alteza -contestó la damita haciendo una reverencia; y ella y las que la acompañaban volvieron a salir por la ventana, que se cerró silenciosamente. El perro se estiró sobre la paja, la niña se quedó dormida y la Luna volvió a brillar en la buhardilla. La doncella se quedó maravillada y fue a contar lo ocurrido a su ama, pero ésta le dijo que era una tonta porque soñaba esas cosas, y hasta la riñó. Sin embargo, la tía de Niña Caridad pensó que en todo aquello podía haber algo digno de ser conocido; así es que a la noche siguiente, cuando toda la gente de la casa dormía, se levantó de la cama y fue a observar lo que ocurría en la buhardilla. Allí vio exactamente lo mismo que le había contado la doncella.

La señora no pudo, de igual modo que la doncella, pegar los ojos aguijoneada por el deseo de contar lo que había visto. Despertó al rico tío de Niña Caridad, antes de que apuntara el día; pero cuando él oyó el relato se echó a reír, considerándolo una locura. No obstante, aquella noche el dueño quiso ver por sí mismo lo que pasaba en la buhardilla; así que cuando todos los de la casa dormían saltó de la cama y se puso a observar por la rendija de la puerta. Y de nuevo ocurrió la misma escena que habían presenciado la dueña y la doncella. Como les había sucedido a las dos mujeres, tampoco pudo el dueño pegar los ojos pensando en el extraño espectáculo que había presenciado. Recordó haber oído contar a su abuelo que próximo a sus praderas había un sendero que conducía al país de las hadas, y dio en la conclusión de que lo que pasaba en la buhardilla era cosa de aquéllas y que el perro debía ser persona de gran importancia.

Con esta idea fija en su mente, lo primero que hizo aquella mañana fue preparar un buen almuerzo de carnero asado para el perro y llevárselo al viejo establo; pero el perro no quiso ni probarlo; al contrario, se puso a ladrar amenazador y lo hubiera mordido de no haberse marchado precipitadamente con el almuerzo.

En el momento en que la familia se sentaba a la mesa para cenar aquella noche, el perro se puso a ladrar al tiempo que se oía el aldabonazo de la vieja a la puerta. Niña Caridad fue •a abrir, y la vieja dijo entonces:

-Éste es el día más corto del año, y me marcho ahora a casa para celebrar con una fiesta la vuelta de mis viajes. "Veo que has tenido buen cuidado de mi perro, y ahora, si quieres venir conmigo a mi casa, él y yo haremos todo lo que podamos para agasajarte. Acepta nuestra compañía.

Mientras hablaba la vieja se oyó el sonido lejano de flautas y trompetas, y brilló de repente un resplandor de luces deslumbradoras; y en carrozas abiertas, cubiertas de telas recamadas de oro y arrastradas por caballos de blancura inmaculada, aparecieron las damas y caballeros del cortejo, vestidos todos con tanta esplendidez que deslumbraban con el brillo del oro y de las piedras preciosas. La primera y más hermosas de las carrozas iba vacía. La vieja condujo a Niña Caridad de la mano hasta el carruaje, pero el perro saltó dentro antes que ellas. No bien acabaron de entrar la vieja y el perro, operóse en ellos una gran transformación: la vieja se convirtió en una joven princesa bellísima, y el perro feo, que estaba a su lado, en un hermoso príncipe de sedosos cabellos castaños y vestido de púrpura y seda.

-Somos -dijeron ellos mientras corría la carroza, y la niña permanecía estupefacta- príncipes del País de las Hadas y entre los dos había una apuesta sobre si existían aún corazones buenos en estos tiempos de falsedad y avaricia. El uno decía que sí, el otro, que no; y yo he perdido -dijo el príncipe- y debo pagar las fiestas y los regalos.

Niña Caridad fue con tan noble compañía hasta un país tal como no había visto nunca. Se la llevaron al palacio real donde durante siete días no se hizo más que bailar y divertirse. Le dieron vestidos de terciopelo de color verde claro y la hicieron dormir en una cama incrustada de marfil. Cuando se terminaron los festejos, le regalaron montones de oro tan grandes que no podía llevarlos, pero le dieron también una carroza arrastrada por seis caballos blancos, para que se pudiera marchar a su casa; y a la séptima noche, cuando la familia del labrador creía que la niña ya no volvería más, y se disponía a sentarse a la mesa, oyeron la bocina del cochero de su carroza y la vieron descender, con todo su oro y joyas, al pie de la puerta trasera de la casa por donde ella había hecho entrar a la vieja mendiga. La carroza encantada se marchó otra vez, y nunca más se la volvió a ver por allí. Pero Niña Caridad no tuvo que limpiar ni fregar ya más, y con el tiempo llegó a ser una gran señora muy rica.


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