El pastor codicioso


Había en cierto país dos hermanos que se dedicaban a guardar ovejas. Aquellos llanos eran habitados solamente por pastores, tan celosos vigilantes de sus rebaños, que nunca se perdió ningún cordero.

Entre todos los pastores no había otros dos tan activos como estos hermanos, uno de los cuales se llamaba Garra, el otro Benigno. Aunque hermanos, en el fondo eran completamente distintos. Garra no pensaba sino en el modo de aprovecharse de todo para si mismo, pero Benigno habría repartido su último pedazo de pan con un perro hambriento. Su naturaleza sórdida indujo a Garra a quedarse con todo el rebaño de su padre a la muerte de éste, fundándose en que era el hermano mayor, y no permitía que Benigno hiciera otra cosa que ayudarle a cuidar las ovejas, como un criado cualquiera.

Durante algún tiempo los dos hermanos vivieron en paz en la cabaña que había sido de su padre, y criaban sus rebaños en la verde llanura, hasta que se originó alguna discusión, debida a la codicia de Garra.

Un verano, diose el caso de que los mercaderes de lana alabaron más la del rebaño de Garra que la de ningún otro de los que encontraron en el llano y pagaron por ella el precio más alto. Esto fue una desgracia para las ovejas, pues después de esto siempre le parecía a Garra que sacaba poca lana de ellas. En el esquileo, a pesar de todo lo que Benigno hiciese o dijese, Garra dejaba a las pobres ovejas tan rapadas como si las hubiesen afeitado. A Benigno no le gustaba esto, pero Garra siempre trataba de persuadirle de que el trasquilar a raíz era bueno para las ovejas, y Benigno insistía siempre en convencerlo de que ya lo hacía apurando todo lo posible. Garra seguía vendiendo la lana v quedándose con el producto de ella; y así pasaban los veranos. Los pastores empezaron a tenerlo por hombre rico, y el cortar la lana al rape se habría puesto de moda a no haber sido por una cosa extraña que le ocurrió con su rebaño.

La lana había crecido mucho aquel verano. Ya había esquilado dos veces a sus ovejas y pensaba hacerlo por la tercera vez, cuando, primero los corderos y después las ovejas, empezaron a desaparecer; y, a pesar de lo mucho que buscaron los dos hermanos, nunca pudieron volver a encontrarlos. El rebaño cada día iba disminuyendo, y todo lo que pudieron averiguar fue que los animales que habían sido esquilados más al rape eran los primeros en desaparecer.

Benigno llegó a cansarse de tanto vigilarlos y Garra perdió el sueño con la inquietud. Los otros pastores, ante quienes se había alabado de la lana que sacaba y de sus ganancias, se alegraban de ver el castigo de su orgullo. Al paso que los meses iban transcurriendo el rebaño seguía mermando; de modo que cuando llegó otra vez la primavera, no les quedaban a Garra y a Benigno más que tres viejas ovejas. Los dos hermanos estaban una tarde guardando estas tres ovejas, cuando Garra dijo:

-Hermano, aun queda lana en sus lomos.

-Es poca aun para abrigarlas -dijo Benigno-. Todavía soplan algunas veces vientos fríos -pero Garra ya se había encaminado hacia la cabaña en busca de su talega y tijeras.

Benigno se entristeció al ver a su hermano tan avariento, y para apartarle de su propósito, alzó los ojos y echó una mirada a lo alto de los grandes collados. Al hacerlo divisó tres animales, que le parecieron ser ovejas, que trepaban por un barranco con la ligereza de los gamos; y cuando Benigno volvió la cabeza vio a su hermano con la talega y las tijeras, pero las ovejas habían desaparecido. Lo primero que hizo Garra fue preguntar qué había sido de ellas, y cuando Benigno le dijo lo que había visto, el hermano mayor lo riñó por no haber vigilado mejor.

-Ahora ya no nos queda ni una sola oveja -dijo Garra-, y es difícil que los otros pastores nos quieran emplear al llegar el tiempo del esquileo, o de recoger las cosechas. Si quieres venir conmigo hallaremos trabajo en cualquier parte. Recuerdo haber oído decir a mi padre que antiguamente había grandes pastores que vivían más allá de las montañas; vámonos allá y veamos si nos quieren aceptar para guardar sus rebaños.

Abrazada esta resolución, a la mañana siguiente Garra cogió sus tijeras y su talega, y Benigno su cayado y su pipa, y echaron a andar por la llanura, camino de las montañas. Todos creían que se habían vuelto locos los dos hermanos, pues hacía más de cien años que ningún pastor iba allí, donde sólo se veían inmensos eriales, con grandes y ásperas rocas, tremendas pendientes y profundas simas.

A mediodía llegaron ambos al barranco roquizo por el cual habían trepado las tres ovejas como si hubieran sido gamos, pero se sentían tan cansados que se detuvieron a reposar. Mientras estaban allí sentados oyeron los sones de una música que bajaba por la montaña, como si miles de pastores estuvieran tocando sus flautas. Benigno y Garra nunca habían oído una música semejante, así que, levantándose, siguieron sus acordes por entre el barranco, y después, por un vasto matorral, hasta que por fin, a la caída de la tarde, llegaron a lo alto de la montaña, donde vieron un rebaño de mil ovejas blancas como la nieve, que pacían allí tranquilamente y en medio de las cuales estaba sentado un anciano que alegremente tocaba su flauta.

-Buen viejo -dijo Benigno, pues su hermano mayor estaba atemorizado y se quedaba atrás-, decidnos qué tierras son éstas y dónde podemos hallar trabajo, pues tanto mi hermano como yo somos pastores y sabemos guardar rebaños, aunque hemos perdido el nuestro.

-Estos son los pastos de la montaña -dijo el anciano-, y yo soy el antiguo pastor. Mis rebaños nunca se extravían; mas, a pesar de ello, os daré ocupación. ¿Cuál de vosotros sabe trasquilar mejor?

-Buen anciano -dijo Garra animándose-, en todo el llano no hay quien me gane a trasquilar al rape; cuando yo dejo una oveja, no hallaréis en su lomo lana bastante para hacer un hilo.

-Tú eres el hombre que necesito -dijo el viejo pastor-. Cuando se levante la Luna llamaré el rebaño que has de trasquilar.

Anocheció y salió la Luna, y todas las blancas ovejas se tendieron alrededor del anciano. Entonces por la ladera de la montaña subió una manada de lobos, de pelo tan largo, que casi no se les veían los ojos. Garra, lleno de miedo, estuvo a punto de huir, pero los lobos se detuvieron, y el viejo pastor dijo:

-Levántate y esquila; este rebaño mío tiene demasiada lana.

Hasta entonces Garra nunca había esquilado lobos; y sin embargo, se adelantó valerosamente, pero el primero de los lobos le enseñó los dientes, y todos los demás aullaron de tal modo, que Garra arrojó a toda prisa las tijeras al suelo y corrió a guarecerse tras el anciano.

-Bueno, viejo -exclamó-, dadme ovejas que esquilar, pero no lobos, es muy peligroso.

-Pues no hay más remedio que esquilarlos -dijo el anciano- o de lo contrario tendréis que volveros al llano, llevándolos detrás; pero el que de vosotros pueda esquilarlos será dueño del rebaño entero.

Al oír esto, Benigno recogió las tijeras que Garra había arrojado en su espanto y se acercó valientemente al lobo más próximo. Con gran sorpresa suya, pareció que el fiero animal lo conocía y esperaba tranquilamente a que lo esquilara. Benigno le cortó el pelo bien, pero sin dejarlo demasiado corto, y cuando terminaba uno ya se adelantaba el otro, hasta que por fin, todo el rebaño estuvo esquilado. Entonces el anciano dijo:

-Tú lo has hecho bien: toma el rebaño y la lana en pago de tu trabajo y vuélvete al llano, y quédate con tu hermano de zagal para que te ayude a guardarlo.

A Benigno no le gustaba criar lobos, pero antes de que tuviera tiempo de contestar, se habían convertido todos otra vez en las mismas ovejas que se le habían extraviado, y el pelo que antes cortó era ahora un buen montón de fina y suave lana.

Garra la metió en su talega y se volvió al llano con su hermano. Juntos guardan las ovejas hasta la fecha, pero Garra se ha vuelto menos codicioso, y Benigno es el único que esquila el ganado todos los años.