EL JUICIO DE LA URRACA


El hornero bajaba hasta el charco y subía hasta la rama. Y así muchas veces por hora y muchas horas por día. El nido de barro era cada vez más redondo y más liso, firme en la horqueta del árbol como si hubiera crecido con ella. El hornero trabajaba en silencio, ágil, nervioso.

Desde que resonó el primer chillido de la urraca que llegaba volando, todos los bulliciosos gorriones callaron y desaparecieron. Pero el hornero seguía trabajando. ¿Qué le importaban los chillidos? Él tenía que realizar su tarea acostumbrada.

Se posó en una rama la urraca, rígida la cola y erizado el copete que le daba una expresión colérica: la verdadera expresión de su carácter. Viró a uno y otro lado, subiendo y bajando la cola, como si estuviera parada en un alambre que se balanceara. Todo, a su alrededor, permanecía quieto y callado. Lo único que iba y venía era el infatigable hornero. La urraca lo observó largo rato, con severa mirada. ¿Qué podía criticar?

-¡Chist! -llamó ásperamente al hornero que pasaba.

El otro no le hizo caso. Llevó la mota de barro y la aplastó con el pico en lo alto del nido.

-¡Chist! -chilló de nuevo la urraca-. ¡Esa entrada está mal! Debe ser hecha en este lado.

El hornero paró la tarea y alzó vivamente la cabeza. Todo lo que se refería a su trabajo le interesaba sobremanera. Estaba siempre dispuesto a aprovechar cualquier circunstancia, cualquiera indicación, para mejorarlo.

-¿La entrada? -preguntó, un poco perplejo.

-¡Sí, sí! -replicó la urraca con tono autoritario-. ¡Cualquiera lo ve! ¡Está mal!

-Pero...

-¿Me lo va a decir a mí? ¿Por qué no la ha hecho dando al Sur? Vamos a ver. ¿Por qué? ¡Diga!

Ese hornero, sus padres, sus abuelos y todos los horneros conocidos y desconocidos, habían construido siempre su casa con la entrada dando al Norte. Pudo decir al impertinente crítico que la construían así para evitar los vientos fríos y húmedos del Sur. Pero era una cosa tan natural que ni siquiera se daba cuenta de la razón de ella. Él, como todos los horneros, no sospechaba que se pudiera hacer la entrada hacia otro lado. Las palabras de la urraca le suscitaron una penosa duda y, cohibido, preguntó tímidamente:

-¿Por qué...?

La urraca fue tomada de sorpresa por esta pregunta. No se le ocurrió en el primer momento un motivo aparentemente razonable de que la entrada del nido diera al Sur. Pero pronto recobró su audacia y chilló con más energía que nunca.

-¿Por qué? ¡Vaya la pregunta! Porque hay que innovar. ¡Hay que progresar! ¡Es usted un rutinario!

El hornero bajó la cabeza, avergonzado de ser un rutinario.

La urraca continuó cada vez más exaltada:

-¿Y a eso le llama usted paredes? ¿No ve que se están cayendo solas?

El hornero miró asustado su casita y no vio ningún signo de que las paredes se cayeran solas. No obstante, sentíase confundido y dudaba de la solidez de su obra. La urraca prosiguió autoritariamente:

-Barro de pésima calidad, mal puesto, mal armado, mal alisado...

-Señora -murmuró tímidamente el hornero,

-¡Sí, sí! -gritó la urraca.

-Señora -insistió el hornero-; deseo ver la innovación y el progreso.

--¿Qué dice?

-Que me conduzca a su nido. Deseo ver cuál es el barro bueno, cómo se pone y cómo se alisa...

-¿Mi nido? -chilló, un poco cortada, la urraca-. Yo... yo... no hago nidos de barro.

-¡Ah!, ¿no? -exclamó, asombrado, el hornero-. Pero supongo que su casa estará mejor hecha que la mía. ¿Me permite visitarla?

-Le diré... Está sin terminar. Estoy innovando todavía. Porque debe saber usted que yo no soy rutinaria.

-¿Ha terminado alguna vez una casa? -se atrevió a preguntar el hornero, ya con otra clase de duda.

La urraca juzgó que la conversación se hacía muy fastidiosa para ella, y alzó el vuelo, sin contestar, pero chillando furiosamente para hacer saber al mundo de los pájaros que había dado una severa lección al hornero.


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