Un relato ejemplificador


Érase una hermosa mañana de abril; Eugenio se había levantado muy temprano, había extendido maquinalmente el brazo a su librería, y con el tomito en la mano, pero sin abrir, se había asomado al balcón que daba vista a una risueña campiña. ¡Qué día más bello!, ¡qué hora tan embelesante! El sol se levanta en el horizonte matizando las nubéculas con primorosos colores y desplegando en todas direcciones madejas de luz, como la dorada cabellera ondeante sobre la cabeza de un niño; la tierra ostenta su riqueza y sus galas, el ruiseñor gorjea y trina en la cercana arboleda, el labrador se encamina a su campo, saludando al luminar del día con cantares de dicha y de amor. Eugenio contempla aquella escena con un placer inexplicable. Su ánimo tranquilo, sosegado, apacible se presta fácilmente a emociones gratas y suaves. Goza de completa salud, disfruta de pingüe fortuna; los negocios de la familia andan viento en popa, y cuantos le rodean se esmeran en complacerle. Su corazón no está agitado por ninguna pasión violenta; anoche concilio sin dificultad el sueño, que no se ha interrumpido hasta rayar el alba; y espera que las horas se adelanten para entregarse al ordinario curso de sus tranquilas tareas.

Abre por fin el libro: el autor pinta con negros colores la perversión general de las costumbres, el cruel egoísmo que se ha apoderado de los espíritus, el rebajamiento de los caracteres y el desenfreno de toda clase de vicios. “Esto es exagerado, dice con impaciencia Eugenio; en el mundo hay mucho malo, pero no lo es todo. La virtud no está todavía desterrada de la tierra; yo conozco muchas personas que sin atroz calumnia no pueden ser contadas entre los criminales. Hay injusticias, es cierto; pero la injusticia no es la regla de la sociedad; y si bien se observa, los grandes crímenes son excepciones monstruosas. Esto es insoportable; esto es tan falso en filosofía como feo en literatura”. Así discurría Eugenio, y cerraba buenamente el libro, y apartaba de su mente aquellos tétricos recuerdos, entregándose de nuevo a la más pura contemplación de la bella naturaleza.

Pasan las horas, suena la de comenzar sus tareas; y aquel día parece el de las desgracias. Todo va mal; diríase que para Eugenio el mundo se ha transformado de golpe. Muy de mañana corre por la casa un mal humor terrible; N ha pasado malísima noche, M se ha levantado indispuesto, y todos son más agrios que zumo de fruta verde. A Eugenio se le pega también algo de la malignidad atmosférica que le rodea; pero todavía conserva alguna cosa de las apacibles emociones de la salida del sol.

El día se va encapotando, el tiempo no será tan bueno como se prometía el espectador de la mañana. Sale Eugenio a sus diligencias, la lluvia comienza, el paraguas no basta para cubrir al viandante, y en una calle estrecha y cubierta de lodo, se encuentra Eugenio con un caballo que galopa, sin atender a que los chispazos de fango de sus cascos dejan al pobre pasajero pedestre hecho una lástima de pies a cabeza. Ya es preciso retroceder, volverse a casa, entre irritado y mohíno, no maldiciendo, pero sí haciendo no muy piadosa plegaria para el caballo y el jinete. La vida no es ya tan bella; pero todavía es soportable; la filosofía se va encapotando como el tiempo, pero el sol no ha desaparecido totalmente.

Sobre una desgracia viene otra. Reparado Eugenio el primer descalabro, vuelve a sus diligencias, dirigiéndose a casa de su amigo, quien le ha de comunicar noticias satisfactorias, con respecto a un negocio de importancia. Por lo pronto es recibido con frialdad, el amigo procura eludir la conversación sobre el punto principal, y finge ocupaciones apremiantes que le obligan a aplazar para otro día el tratar del asunto. Eugenio se despide algo desabrido y receloso, y se devana los sesos para adivinar el misterio; pero una feliz casualidad le hace tropezar con otro amigo, que le revela la trama del primero, y le avisa que no se duerma si no quiere ser víctima de la perfidia más infame. La pérdida es crecida y además irreparable: el pérfido ha tomado sus medidas con tanta precaución, que el desgraciado Eugenio no ha advertido la estratagema hasta que se ha visto enredado sin remedio. Acudir a los tribunales es imposible, porque el negocio no lo consiente; reprochar al pérfido la negrura de sus acciones, desahogo estéril; con tomar una venganza nada se remedia y se aumentan los males del vengador. No hay más que resignarse. Eugenio se retira a su casa, entra en su gabinete, se entrega a todo el dolor que consigo trae el frustrarse tantas esperanzas y un cambio inevitable en su posición social. El libro está todavía sobre la mesa, su vista le recuerda las reflexiones de la mañana; y exclama en su interior: “¡Oh! cuan miserablemente te engañabas, cuando reputabas exageración las infernales pinturas que del mundo hacen esos hombres! No puede negarse: tienen razón; esto es horrible, desconsolador, desesperante, pero es la realidad. El hombre es un animal depravado, la sociedad es una cruel madrastra, mejor diré, un verdugo que se complace en atormentarnos, que nos insulta, y se mofa de nuestras angustias, al mismo tiempo que nos cubre de ignominia y nos da la muerte. No hay buena fe, no hay amistad, no hay gratitud, no hay generosidad, no hay virtud en la tierra; todo es egoísmo, miras interesadas, perfidias, traición, mentira”.

Aquí llegaba Eugenio, y como ven nuestros lectores, la dulce y apacible y juiciosa filosofía de la mañana se había trocado en pensamientos satánicos, en inspiraciones de Belcebú. Nada se había mudado en el mundo, todo proseguía en su ordinaria carrera, y ni el hombre ni la sociedad podían decirse peores, ni entregados a otros destinos, por haberle sucedido a Eugenio una desgracia imprevista. Quien se ha mudado es él; sus sentimientos son otros, su corazón lleno de amargura derrama la hiel sobre el pensamiento, y éste, obedeciendo a las inspiraciones del dolor y de la desesperación, se venga del mundo pintándole con los colores más horribles. Y no se crea que Eugenio proceda de mala fe; ve las cosas tales como las expresa; así como las expresaba por la mañana tales como a la sazón las veía.

Dejamos a Eugenio desahogando su pesimismo; pero he aquí que viene a interrumpir su monólogo la llegada de un caballero, que con libertad de amigo penetra en el gabinete sin detenerse en antesalas.

-Vamos, mi querido Eugenio, ya sé que te han jugado una mala partida.

-¡Cómo ha de ser!

-Es mucha perfidia.

-Así anda el mundo.

-Lo que importa es remediarlo.

-¿Remedio?... es imposible...

-Muy sencillo.

-Me gusta tu frescura.

-Todo está en aprontar más fondos, aprovechar el correo de hoy y ganarle por la mano.

-Pero, ¿cómo los apronto?, sus cálculos estriban sobre la imposibilidad en que me hallo de hacerlo, y como sabía el estado de mis negocios, efecto de los desembolsos hechos hasta aquí para el maldito objeto, está bien seguro que no podré tomarle la delantera.

-Y si estos fondos estuviesen ya prontos...

-No soñemos...

-Pues mira, estábamos reunidos varios amigos para el negocio que tú no ignoras; se nos ha referido lo que te acaba de suceder, y el desastre que iba a ocasionarte. La profunda impresión que me ha producido, puedes suponerla: y habiendo pedido permiso a los socios para abandonar por mi parte el proyecto, y venir a ofrecerte mis recursos, todos instantáneamente han seguido mi ejemplo; todos han dicho que arrostraban con gusto el riesgo de aplazar sus operaciones, y de sacrificar su ganancia hasta que tú hubieses salido airoso del negocio.

-Pero yo no puedo consentir...

-Déjate...

-Pero, y esos caballeros, a quienes no conozco siquiera...

-Tu desconfianza estaba ya prevista; aprovecha el correo; yo me voy, y en esta cartera encontrarás todo lo que se necesita. Adiós, mi querido Eugenio.

La cartera ha caído al lado del libro fatal; Eugenio se avergüenza de haber anatematizado a la humanidad, sin excepciones; la hora del correo no le permite filosofar, pero siente que su filosofía toma un sesgo menos desesperante. A la mañana siguiente el sol asomará hermoso y radiante como hoy, el ruiseñor cantará en el ramaje, el labrador se dirigirá a sus faenas, y Eugenio volverá a ver las cosas como las veía antes de sus fatales aventuras. En veinticuatro horas, que por cierto no han alterado nada ni en la naturaleza ni en la sociedad, la filosofía de Eugenio ha recorrido un espacio inmenso, para volver, como los astros, al mismo punto de donde partiera momentos antes.