Tesoros y maravillas del primer barco submarino


Era aquélla, en realidad, una cosa asombrosa; además del comedor había una biblioteca que contenía 12.000 volúmenes y un salón de nueve metros de largo por cinco y medio de ancho y cuatro y medio de alto cuyas paredes estaban adornadas con obras maestras de los grandes pintores y con mármoles y bronces hermosísimos. En uno de los ángulos veíase un órgano, y distribuidas convenientemente había vitrinas que contenían las más raras curiosidades marinas que un naturalista pueda tener deseos de admirar. Pero sobre todo llamaba la atención un departamento aislado, en donde la vista se detenía arrobada contemplando una rara colección de perlas enormes que debía valer muchos millones. Díjome el capitán Nemo que había escudriñado todos los mares para encontrarlas.

El camarote que se me destinó estaba alhajado con riqueza, en tanto que el que ocupaba el capitán, por la modesta sencillez de sus muebles, parecía una celda monacal; pero ésta, en cambio, contenía todos los ingeniosos aparatos que gobernaban los movimientos del Nautilus como se denominaba el submarino. La electricidad la fabricaban de un modo especial por el procedimiento de extraer cloruro de sodio del agua del mar, pero el aire puro, necesario para la vida de la tripulación, no podía obtenerse más que remontándose a la superficie. El cuarto de máquinas medía unos veinte metros de largo, y en él estaban instaladas la maquinaria productora de electricidad y la destinada a aplicar la fuerza a la hélice.

El Nautilus, según el capitán Nomo, podía alcanzar una velocidad de cincuenta millas por hora, y sumergirse y remontarse a flor de agua con admirable precisión, llenando o vaciando simplemente un depósito. En una caja que sobresalía algo del casco, dotada de un cristal de veinticinco centímetros de espesor, tenia su sitio el timonel, y un poderoso reflector eléctrico, situado a su espalda, iluminaba el mar hasta una distancia de media milla delante del submarino.