Cómo vimos por primera vez al misterioso terror de los mares


Había entre nuestros tripulantes un tal Ned Land, canadiense, de estatura gigantesca, que frisaba en los cuarenta años, y era considerado como el príncipe de los arponeros. Muchas eran las ballenas que habían recibido de él el golpe mortal y tenía ardientes deseos de hundir su arpón en el lomo del temible cetáceo que desde hacía tanto tiempo tenía aterrados a todos los marinos.

Pasaron los días y las semanas, sin que apareciese señal alguna de que nuestras pesquisas iban a tener el éxito que todos deseábamos; y después de explorar durante cuatro meses todas las costas de China y de Japón, ya estaba el capitán a punto de decidir el regreso cuando una noche oyóse la voz de Ned Land, el gigantesco arponero canadiense, que gritaba entusiasmado:

-¡Mirad, mirad: lo que buscamos está a barlovento!

Al oir este grito, desde el capitán hasta el último grumete, toda la tripulación acudió al lugar donde estaba el arponero: los maquinistas abandonaron sus máquinas; los fogoneros sus hornos. La fragata se movía por su propio impulso, pues las máquinas estaban paradas.

En aquel instante me latía el corazón con violencia. Estaba segurísimo de que al arponero no le engañaba la vista; y en efecto, pronto pudimos ver todos, a unos dos cables de distancia, un extraño objeto luminoso, sumergido a algunas brazas de la superficie, tal como lo habían descrito varias informaciones. Uno de los oficiales decía que aquello era sencillamente una enorme masa de partículas fosforescentes; pero yo le repliqué, con firme convicción, que era luz eléctrica. Y mientras yo así hablaba, empezó aquel extraño objeto a moverse hacia nosotros con extraordinaria velocidad.