La gran aventura en una huerta de los arrabales


Pero ¡chitón! ¿Qué es aquello? Un grande objeto negro se había proyectado por un momento sobre el azul del cielo. Paróse olfateando el suelo; luego pareció que se apartaba de nuevo, sólo para volver al instante. Debe de ser el león, por fin; y, tomando bien la puntería, Tartarín disparó su escopeta, y un terrible bramido fue la contestación. Su tiro había hecho blanco evidentemente; el herido león había escurrido el bulto. Tartarín aguardaría ahora a que saliera la hembra, según sus libros le habían enseñado.

Pero pasaron dos o más horas y la hembra no venía; y el suelo estaba húmedo; y el aire de la noche era frío; por lo cual el cazador pensó acampar durante la noche, pero después de mucho bregar, no logró tender su tienda patentada, y al fin la echó al suelo con rabia y se acostó sobre ella. Así durmió hasta que las cornetas de los cercanos cuarteles le despertaron por la mañana; porque, ¡cosa admirable!, en lugar de hallarse en pleno Sahara, estaba en la huerta de un arrabal de Argel.

-Esta gente está loca -refunfuñó entre sí- ¡plantar sus alcachofas donde vagan los leones! Pues, por Dios, que no he estado soñando, y que en realidad vienen a este sitio leones. Y si no, aquí está una prueba positiva.

Pasando de una alcachofa a otra, de un campo a otro, siguió la pequeña huella de sangre, y llegó por fin... ¡adonde yacía un pobre asno que había herido!

El primer sentimiento de Tartarín fue de disgusto. ¡Hay tanta diferencia entre un león y un burro! Y luego, ¡el pobre animal parecía un ser tan inofensivo...! El gran cazador se arrodilló y trató de restañar las heridas del asno, el cual parecía mostrarse agradecido, porque movió débilmente sus largas orejas dos o tres veces, antes de quedar inmóvil para siempre. De pronto oyóse una voz que llamaba “¡Negrete! ¡Negrete!”. Era la “hembra” que venía en forma de una anciana francesa con una gran sombrilla encarnada; más le hubiera valido a Tartarín hacer cara a una leona que a esta vieja irritadísima.