En compañía de San Juan, Astolfo visita la luna


Mientras duraron las correrías y la locura de Orlando, su amigo Astolfo había corrido las más singulares aventuras en distintas partes del globo, y se había hecho dueño de un caballo alado que le conducía rápidamente a donde quería. Montado en su corcel, había visitado Abisinia, el reino del Preste Juan, al cual había librado de un gran infortunio. Dondequiera que este famoso emperador se sentara para tomar parte en un banquete acudía volando un grupo de arpías, horribles monstruos parecidos a los pájaros, los cuales se echaban sobre la mesa y arrebataban los manjares. Este espantoso castigo le había sido impuesto a causa de su orgullo, pero debía cesar el día en que un caballero desconocido entrara en el reino montado en un caballo alado. Astolfo fue recibido con gran júbilo en palacio, en el que se preparó

el festín. Al aparecer las arpías, el caballero las atacó con su espada y cabalgando en su alado corcel las persiguió por los aires hasta llegar al pie de una elevada montaña donde se refugiaron en una caverna, que era la entrada del infierno. El paladín se aventuró en la negra boca, llena de humo y de horribles gritos, y habló con algunas almas allí detenidas, hasta que la espesa humareda lo obligó a salir.

Su caballo lo llevó luego a la cumbre de la montaña donde descubrió un delicioso paraíso, compuesto de verdes prados, lagos y arroyuelos, lleno de hermosísimas flores y de canoros pajarillos. En el centro del paraíso se levantaba un maravilloso palacio, a cuya puerta fue recibido Astolfo por un anciano de afable continente. Este personaje era san Juan Evangelista, que allí moraba con Enoch y Elias, las tres únicas criaturas que había respetado la muerte. Después de haber agasajado al forastero, el santo le informó de la suerte de Orlando, que estaba sufriendo bajo la justiciera mano del Altísimo, pero cuyo tiempo de prueba había terminado por fin.

Cuando llegó la noche y la Luna rodaba entre las altas nubes, apareció un brillante carro tirado por cuatro caballos de fuego y, montando en él san Juan trasladó a Astolfo a la Luna. El asombrado caballero vio que descendían en un vasto globo parecido a la Tierra, mientras el planeta que habían dejado, era como una grande luna que iluminaba los cielos. A su alrededor vio lagos, ríos, campos, hermosas ciudades y castillos, montañas y selvas; pero todas estas cosas eran distintas de las de la tierra. Luego el santo le condujo a un lugar donde vio la más extraña escena.

En un profundo valle, situado entre montes altísimos, había un inmenso tesoro, compuesto con todo lo que en la Tierra se había desperdiciado. Las horas perdidas, las ocasiones desaprovechadas, los votos quebrantados y las oraciones vanas ofrecidas a Dios, yacían allí para siempre. Se veían montones de doradas cadenas, que habían unido a los esposos mal aparejados; grandes cantidades de frascos de cristal rotos, que significaban las promesas engañosas de los grandes; mil sobras de alimentos que eran las limosnas que los ricos habían hecho a los pobres. Pero la parte más extraña del tesoro era la que formaban innumerables vasos, cada uno de los cuales contenía la malograda inteligencia de un hombre o de una mujer. Astolfo vio un vaso en el que estaba escrito su nombre, y obtuvo permiso para destaparlo y aspirar su inteligencia perdida. El santo le presentó luego otro vaso mucho mayor que los demás, con la inscripción: Inteligencia de Orlando, y con el precioso tesoro montaron otra vez en el carro de fuego para volver a la Tierra. Astolfo volvió a cabalgar sobre su alado corcel y se dirigió de nuevo al campamento con el inestimable vaso.