Gulliver en el palacio real de los liliputienses


Ocurriósele un día al emperador ordenar a Gulliver que se pusiera de pie con las piernas abiertas, como la estatua del Coloso de Rodas, e hizo pasar a su ejército por el arco que describían. Sumaba este ejército un total de trescientos mil infantes y, por otra parte, mil caballos.

Por fin, con ciertas condiciones, pusiéronle en libertad y concediéronle permiso para visitar la capital del imperio. Por medio de otro edicto, los liliputienses supieron que pensaba ir a la citada ciudad, la cual estaba rodeada de una muralla de setenta y cinco centímetros de altura por veintiocho de espesor a lo menos, y flanqueada de sólidas torres a una distancia de tres metros.

“Salté por encima de la gran puerta occidental -dice-- y pasé de lado con mucha precaución, por las dos calles principales, y esto en mangas de camisa, por temor de echar a perder los techos y los aleros de los tejados con los faldones de mi casaca. Las ventanas de las buhardillas y las parles alias de las casas, estaban tan llenas de espectadores, que creí no haber visto jamás en todos mis viajes una población tan densa. Las dos calles principales tienen metro y medio de anchura; y las callejuelas y callejones, en que no pude entrar, medían de treinta a cuarenta y cinco centímetros. La ciudad es suficientemente capaz para albergar a quinientas mil almas. Las casas tienen de tres a cinco pisos, y las tiendas y mercados hállanse muy bien surtidos de provisiones. El palacio del emperador está edificado en el centro de la ciudad, y rodeado de una muralla de sesenta centímetros de altura y a unos seis metros de los edificios.”