La última gran batalla de Gilliatt con las olas y los vientos


Gilliatt permaneció un momento contemplando con satisfacción el éxito que acababa de coronar los esfuerzos de su mente y de sus manos. De pronto agitáronse violentamente las aguas y levantóse el viento, anunciando el comienzo de la tempestad por largo tiempo demorada. Una vez más tuvo Gilliatt que demostrarse a sí mismo ser un trabajador gigantesco. Su primer cuidado fue mantener firme la puerta del desfiladero y amarrarla con cadenas y cuerdas. Luego nadando y vadeando de una a otra roca, aquella parte del mar, levantó por medio de tablones y cadenas un tosco rompeolas, de suerte que si estallaba la tempestad, en todo su furor, sobre las rocas de Douvres, su balandra con la preciosa máquina a bordo quedara, cuando menos, protegida por la puerta del desfiladero y el tosco rompeolas que a tal efecto había construido.

Cuando por fin desencadenó la tempestad sus poderosas fuerzas de viento y de lluvia y el relámpago iluminó las rocas de Douvres, habría podido verse la selvática y trágica figura de un hombre batallando con ella. Veinte largas y terribles horas tuvo que luchar Gilliatt con la furia brutal de los elementos. Luego, echando mano de algunos restos del naufragio, levantó una barrera en el otro extremo del desfiladero, y desgajando con una viga un macizo trozo de roca, y haciéndolo precipitar en las hirvientes aguas, pudo salvar de la ruina el rompeolas.

Cesó por fin la tempestad casi tan repentinamente como había comenzado. Lucía sobre su cabeza el cielo azul: Gilliatt había ganado una batalla contra las olas y los vientos. Entonces se echó sobre la cubierta y quedóse dormido, rendido por la fatiga, hasta que, despertando acosado por el hambre, pensó más en remediarla que no en regocijarse por el feliz resultado de sus trabajos.