El padre Cristóbal salva a los jóvenes de los ataques de Rodrigo


Entretanto, Rodrigo había ordenado a sus hombres, a cuya cabeza puso a Griso, el peor y más osado de ellos, que se apoderaran de Lucía y la encerraran a medianoche en el castillo. Los villanos se ocultaron en una casita abandonada que había frente a la morada de la joven y de su madre Inés, y habrían logrado seguramente su malvado propósito de no haber sido por un santo fraile capuchino, el padre Cristóbal, que había ido a ver a don Rodrigo para suplicarle que desistiera de su malvado intento de perseguir a Lucía. Un anciano criado de Rodrigo le había revelado la odiosa trama; y así pudo preparar la huida de los dos amantes. Mandólos llamar al convento, y allí les dio las necesarias instrucciones para que huyeran. Una barca los estaba esperando, y al otro extremo del lago un carruaje se hallaba también dispuesto por el buen fraile, el cual los condujo a Monza. El viaje duró toda la noche. A la llegada, Lucia y su madre se refugiaron en un convento, dirigido por una monja de noble familia y de carácter enérgico, a quien todos llamaban la Señora. Dejólas allí, pues, Lorenzo, y marchó inmediatamente a Milán, donde, mediante una buena limosna que para los frailes capuchinos llevaba, encontraría, a no dudar, albergue seguro y medios de ganarse la vida.

La Señora, cuyos pensamientos eran más mundanos de lo que su hábito pedía, se interesó en gran manera por Lucía y la acosó a preguntas sobre su novio y sobre el peligro que ella había corrido, hasta tal punto que la pobre niña no supo qué contestar. Pero, a pesar de esto, trató con mucha bondad a las fugitivas, y les facilitó retiro seguro en el convento. Allí permanecieron tranquilas algún tiempo, pero el poder y la maldad de un noble no se dejaba vencer fácilmente.