El hombre misterioso se apodera de la joven Lucía Mondella


Apenas oyó el relato de don Rodrigo, el Hombre Misterioso le prometió apoderarse inmediatamente de Lucía y entregársela; y, en efecto, no era esta empresa superior a sus fuerzas, ya que tenía un amigo y cómplice, llamado Egidio, que precisamente vivía junto al convento en que se había refugiado la joven. Aquel hombre, halagando las aficiones mundanas de la Señora, y doliéndose de sus sentimientos contrariados, había llegado a poseer tal ascendiente sobre ella, que no le fue muy difícil convencerla de que ella misma debía contribuir al rapto de Lucía. Tan malvado propósito horrorizó en un principio a la Señora, e hizo cuanto pudo para desechar a su malvado consejero; pero éste conocía tales secretos de su vida, que la habrían perdido para siempre en caso de di vulgarlos, y la egoísta y orgullosa dama no osó resistir al villano. Lucía debía de ser la víctima obligada. Inés, la madre, se hallaba en Lecco cuidando de sus asuntos, y entretanto, y después de alguna dificultad, logró la Señora que la inocente joven consintiera en llevar de su parte un recado a un convento de capuchinos, situado a alguna distancia. La muchacha tenía que atravesar un desierto camino; en él estaba apostado un carruaje con cuatro bravos del Hombre Misterioso, que en un instante se apoderaron de ella, la amordazaron y se la llevaron.