Introducción


En el sexto año de la primera Cruzada, cuyo fin fue rescatar el Santo Sepulcro del poder de los infieles, Dios envió su ángel a Godofredo, caudillo de las huestes cristianas, y le ordenó libertar a Jerusalén. El celoso y cristiano Godofredo llamó a sus capitanes, les dijo que hicieran sus preparativos para avanzar, y ordenó una gran revista de todas las huestes que habían de pelear al día siguiente.

En todo el espacio que la vista podía descubrir veíase el mar surcado de buques, que traían soldados y víveres, y la tierra enteramente cubierta por las tiendas de los cruzados. Tropas de todas las naciones cristianas desfilaron ante Godofredo. En primer lugar, venían los franceses; luego los normandos y los soldados de Holanda; cada poderoso príncipe italiano marchaba al frente de sus hombres; y había también ingleses, irlandeses, noruegos y regimientos de otros países. Muchos hombres famosos se encontraban allí: Pedro el Ermitaño, el fogoso apóstol de la Cruzada; el joven y bizarro Reinaldo, el más valiente de todos los guerreros; Tancredo, campeón insigne, así en las lides de Marte como en las de Cupido, y, por fin, la flor de la cristiana caballería, que había hecho voto de libertar la tierra que Cristo había santificado mientras permaneció en este mundo. El viejo tirano de Jerusalén preparaba la defensa de la ciudad, y llamó en su auxilio al Sultán de los turcos hacia el norte, y por el sur al Califa de Egipto. Y, al ver alzarse el campamento cristiano ante los muros de Sión, envió una embajada a Godofredo, advirtíéndole que no aguardara la embestida de las numerosas fuerzas musulmanas que estaba reuniendo. Pero el jefe cristiano le contestó que en Dios confiaba, y en su nombre avanzaría. Al oir esta respuesta, el tirano subió a una torre muy alta, para divisar el campamento enemigo. Con él estaba Herminia, hija del rey de Antioquía. Tancredo había dado muerte a su padre, y hecho prisionera a la joven, pero tratóla con grandes miramientos y púsola finalmente en libertad para que pudiera ir a Jerusalén a reunirse con sus amigos. Mientras estuvo cautiva, Herminia se había enamorado del que a tal estado la había reducido; mas Tancredo ni siquiera sospechó su amor, porque a él le había robado el corazón una princesa musulmana, llamada Clorinda, un día que la vio sola, sentada a la orilla de un río. Tan prendado quedó de su belleza que en adelante, ninguna otra mujer le interesó.