Cómo describe el poeta los diversos modos de castigar cada clase de pecado


Despertado por el formidable fragor de un trueno, me hallé en el primer círculo del Infierno, llamado Limbo, en el que moran las almas de muchos hombres que fueron grandes y buenos, pero que vivieron antes de la predicación del Evangelio y no recibieron el bautismo. Sócrates, Platón, Homero y César estaban allí entre muchos otros filósofos, poetas y reyes paganos. En parejas o en grupos, según sus simpatías, paseaban por una verde pradera rodeada de los muros de un castillo y conversaban unos con otros animadamente.

De allí bajamos al segundo círculo, más estrecho que el primero, y a su entrada encontramos a Minos, juez de las regiones infernales, el cual me advirtió que anduviera con cuidado entre las almas de los condenados; pero Virgilio le replicó diciendo que yo había entrado allí obedeciendo al mandato de la Divina Voluntad. Era tan oscuro el lugar, que apenas se distinguía nada en él; oíase solamente el rumor de un mar tempestuoso y de los furiosos vientos infernales, que arrebataban a los espíritus en sus torbellinos. Allí habitaban los que se habían condenado por pecados de la carne; entre aquella gente vi a Cleopatra y contemplé a la hermosa Helena de Troya.

Bajando más todavía, llegamos al círculo tercero, más estrecho aún. En él corría perpetuamente un impetuoso torrente de aguas y hielos, mientras Cerbero, monstruo en figura de perro con tres cabezas, ladraba espantosamente y se entretenía en despedazar a los condenados por el pecado de gula. El cuarto círculo, más bajo todavía, tenía mayor número de condenados que los otros, porque allí yacían encarcelados los que hicieron mal uso de sus riquezas, ya prodigándolas locamente, ya apegándose a ellas por avaricia. Bajamos luego al quinto círculo y llegamos al borde de un horroroso lago de barro; revolcándose desnudos en él y embistiéndose furiosos o destrozándose con uñas y dientes, están allí todos los que a su perdición condujo el pecado de la ira. Atravesamos luego el lago en una barca, y llegamos a una ciudad: la sexta región del infierno, donde los herejes y cismáticos sufrían horribles tormentos, encerrados en sepulcros de fuego. El séptimo círculo, rodeado de grandes rocas cortadas a pico, al cual bajamos por un áspero y estrecho sendero, era la eterna mansión de los que habían cometido crímenes de violencia; y, como habían ofendido a nuestro prójimo, a nosotros mismos o a Dios, de aquí que esta morada estuviera dividida en tres partes distintas. En la primera corría un río de sangre, en el que eran sumergidos los tiranos y asesinos; y si intentaban sacar la cabeza sobre la horrible corriente, unos Centauros les disparaban flechas de fuego. Una selva espinosa era la mansión de los suicidas, los cuales se habían transformado en árboles de nudosas y disformes ramas, entre las cuales moraban repugnantes arpías. Los pecados contra Dios, contra la Naturaleza y contra el Arte, eran castigados en el último lugar: una llanura de seca y ardiente arena, sobre la que caía espesa lluvia de fuego desde el cielo amenazador y sombrío. El monstruo Fraude, de graciosa fisonomía humana y cuerpo de serpiente, salió de los abismos a la voz de mi compañero, y nos trasladó sobre su inmenso dorso al octavo círculo, que estaba más abajo todavía, y donde moraban las almas de los fraudulentos. Hombres que habían apartado a las mujeres de su deber, aduladores, clérigos que habían hecho tráfico con beneficios eclesiásticos, magos y agoreros, los malversadores del tesoro público, los hipócritas, ladrones, malos consejeros, mentirosos y negociantes sin conciencia, y todos los chismosos y embusteros, eran allí atormentados con diversos suplicios. Se sumergía a algunos en montones de basura; otros eran suspendidos cabeza abajo; quiénes nadaban en estanques de pez ardiendo; quiénes arrastraban pesados mantos de plomo; algunos eran perseguidos por venenosas serpientes; otros ardían en inextinguibles llamas, y muchos estaban atacados de horribles enfermedades; en aquel horrible lugar, cada especie distinta de fraude tenía su castigo adecuado.

Luego bajamos al noveno y último círculo, el más horroroso del infierno, reservado a los traidores. Estaba rodeado de gigantes, altos como torres, y sumergidos hasta la mitad del cuerpo en el nebuloso abismo.

Virgilio llamó a uno de ellos para que nos ayudara a descender hasta el fondo, y nos encontramos en el primero de los cuatro círculos suplementarios en que aquel grande y terrible círculo estaba dividido. En el primero, segundo y tercero, hablé con algunos de los que habían hecho traición a la confianza en ellos depositada. No había llamas, sino un frío espantoso que helaba el aliento. En hielo estaban convertidas las aguas del lago, y en hielo eterno sumergidas las almas de los condenados.

Por último, en el fondo del horroroso abismo, vi a Lucifer. Era un inmenso gigante con tres rostros, que expresaban la impotencia, el odio y la ignorancia, y con sus tres pares de anchas alas de murciélago, dos debajo de cada rostro, aleteaba continuamente. De sus seis ojos manaba sin cesar un chorro de lágrimas, y sus tres bocas despedazaban cada una a un pecador. Judas Iscariote, el mayor de los traidores, era uno de éstos; y los demás vi que eran Bruto y Casio, asesinos de César.

En aquel momento, fuertemente abrazado al cuello de mi compañero, sentí que descendíamos al fondo del abismo sin nombre, por la peluda piel de Satán. En la tenebrosa oscuridad mi guía cambió de dirección, haciendo violentos esfuerzos con los pies para volver a subir, porque acabábamos de pasar por el centro de la Tierra. Por fin llegamos a una abertura practicada en la roca viva, y sentándonos al borde, vimos las horribles piernas de Satanás que casi llegaban a nosotros. Después nos remontamos hasta la región donde brilla la luz de las estrellas, escalando los muros de la caverna que Lucifer abrió en su lamentable caída.


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