Se reúne el consejo de los araucanos para elegir un jefe entre los dieciseis caciques


Según mandaba la tradición -y ya se sabe cuánto la respetaban los pueblos primitivos-, celebróse un previo, abundante y ruidoso banquete, en cuyo transcurso capitanes y capitanejos atiborraron a más no poder los estómagos y bebieron de firme.

El alcohol ingerido sin tasa incendió la sangre y nubló la mente de los circunstantes que, en medio de infernal batahola, provocáronse mutuamente con desaforados gritos y descompuestos ademanes, cuando no con armas desnudas, pretendiendo cada uno ser el más valiente de todos y, por lo tanto, el más digno de gobernar el pueblo araucano-

El intrépido Tucapel, el altivo Ongolmo, el hercúleo Lincoya, el arrogante Cayocupil, el indómito Ongol, el enérgico Purén, el esforzado Elicura y el eminente Lemolemo pasaron de las palabras a los hechos esgrimiendo picas y mazas, mas no llegó a correr sangre, porque el prudente Colocólo, a quien todos respetaban por su mucha edad, se les impuso con estas cuerdas razones:

“¿Que furor es el vuestro, ¡oh, araucanos!, que a perdición os lleva sin sentillo? ¿Contra vuestras entrañas tenéis manos, y no contra el tirano en resistillo? ¿Teniendo tan a golpe a los cristianos, volvéis contra vosotros el cuchillo?”

Los turbulentos caciques, como niños atrapados en falta, bajaban la cabeza escuchándolo avergonzados y sumisos.

Entonces, propuso que se acatara como la mayor autoridad de Arauco a aquel, de los dieciséis caciques, que fuese capaz de cargar por más largo plazo un grande y pesadísimo trozo de cedro que se mandó traer al punto, pues su rara idea mereció la aprobación general.