Caupomcán ataca el campo fortificado sobre el morro de Penco


En esos días, el nuevo virrey del Perú, marqués de Cañete, envió en auxilio de aquellas tropas una flota compuesta de diez galeones. A consecuencia de una furiosa tempestad, la nave capitana, a cuyo bordo iba el soldado-poeta, debió buscar abrigo en una isla habitada por indios salvajes que la asaltaron y hubieran ultimado a cuantos conducía, a no haberlos puesto en fuga una extraña serie de fenómenos físicos que sobrevino entonces: zigzagueó un rayo, hendió los aires un cometa, hinchó el lomo el mar y se estremeció la tierra violentamente.

Entretanto, los dieciséis caciques tramaron un plan para expulsar o aniquilar a aquellos nuevos invasores. El joven Millalauco enfiló su piragua hacia la isla donde acababan de arribar otros tres galeones y, luego de saludar al jefe de la expedición, le ofreció la paz en nombre de los caciques araucanos. El español, halagado y complacido, aceptó la oferta de amistad y, en prenda de su buen ánimo, entregó al hábil y engañoso embajador algunos ricos obsequios.

Cuando Millalauco estuvo de regreso, los araucanos simularon que desconcentraban sus fuerzas, mas los españoles sólo al cabo de dos meses se animaron a bajar a tierra firme, donde, sobre el morro de Penco, al borde del mar, levantaron un fuerte

“de hondo y ancho foso rodeado”.

Apenas habían tenido tiempo de artillarlos cuando, moviéndose desde Talcahuano, a dos millas de distancia, los atacó Caupolicán. Al amanecer se trabó el descomunal combate, de cuya furia basta decir que, por varias horas, la sangre corrió con tal abundancia que los cuerpos flotaban en ella dentro del foso...

Al mismo tiempo y con igual fiereza, librábase en la playa otra contienda entre los españoles que acudían desde los barcos y los indígenas que pretendían rechazarlos. En las primeras horas de la tarde los atacantes optaron por retirarse, vista la imposibilidad de vencer.

Una semana entera insumieron los trabajos de reparación y consolidación del fuerte, al cual, además, llegaron dos mil flecheros con mil caballos. ¡A tiempo llegaban!, pues su sola presencia bastó para que los salvajes desistieran de realizar por entonces nuevos ataques.