Mefistófeles evoca la imagen de Helena y fausto se enamora perdidamente de ella


Gozaban el diablo y su protegido de grandísima consideración en la corte. Un día tuvo el emperador un extraño antojo. Quiso que Fausto evocase ante él a Helena, la maravillosa reina de Esparta, causa de tan larga guerra entre griegos y troyanos, y asimismo a Paris, que la había raptado a su esposo Menelao.

La empresa no era fácil. Estaba el diablo muy a su placer entre espectros, magos y enanos, pero sentíase extraño en el mundo helénico y no podía obrar a su gusto.

No obstante, con alguna fatiga, logró hacer aparecer ante el doctor Fausto a la bellísima griega y al gallardo joven troyano.

Grandes fueron el estupor, la admiración y los comentarios de toda la corte. Pero más que ningún otro, Fausto quedó extasiado ante la dulcísima imagen de Helena. Jamás había visto tanta gracia, jamás tal perfección de formas. Cuando Paris se acercó a la reina griega e hizo ademán de raptarla, Fausto se lanzó sobre él, gritando fuera de sí:

-¡Loco temerario! ¡Detente! Yo la salvaré. ¡No puedo vivir sin ella!

Pero en el mismo instante los dos fantasmas se separaron y se resolvieron en niebla. Un terrible estampido destruyó la escena y dispersó a los concurrentes. Entre el tumulto y las tinieblas, Fausto se asió de los hombros del demonio, el que se lo llevó a un precipicio.