Enriquillo derrota a la tercera expedición organizada por los españoles contra el bahoruco


Entretanto llegan de España Diego Colón y el padre Las Casas. Andrés Valenzuela va a prisión como culpable de esa guerra. “Cuan justamente pueden los indios alzarse, claro lo muestra la historia de los Macabeos en la Escritura Divina, y la de España, que narra los hechos del Infante don Pelayo, pues dondequiera que falte justicia se la puede cualquiera hacer a sí mismo”.

Iñigo Ortiz y Alonso Zuazo encabezan la tercera expedición contra el Bahoruco, pero esta vez tratarán de reducir a Enriquillo por las buenas. El desfiladero que defiende Matayco resiste tres horas. Resuenan las caracolas de “socorro”. La posición del valeroso Romero está a punto de caer. Llega Enriquillo con su tropa escogida; al arma blanca hace retroceder a los agresores, y da orden de replegarse de puesto en puesto, atrayendo al belicoso caudillo. Iñigo Ortiz, creyendo que esa retirada es un fuga, quiere acabar su victoria, y ordena el avance, lanzándose a ocupar el núcleo central. Ha caído en una trampa. Está cercado por todas partes. Asalta una eminencia entre dos despeñaderos y se traba un combate encarnizado, cuerpo a cuerpo, entre indios y españoles. La fuerte lanza del joven cacique Guarocuya (Enriquillo) se tiñe diez veces en la sangre de sus enemigos. En prodigios de audacia Iñigo puede librarse, a costa de varias roturas de cabeza, y retrocede. Cada árbol, cada piedra, vomita indios armados. Ortiz manda avisar de su triste derrota y Zuazo envía refuerzos y la orden de exterminio. Pero Iñigo se abstuvo de penetrar a la formidable sierra, hizo la guerra de observación, esperando que los indios saliesen de sus guaridas. Mas Enriquillo era prudente y los indios lo amaban con fanatismo porque les había dado libertad y dignidad, y lo consideraban dotado de sobrenatural voluntad divina. Por él convirtieron la extensa sierra en campos de labranza, huertas, caseríos y fortificaciones inexpugnables; no había brazos ociosos ni recargo de tareas; recreos, ejercicios bélicos, oración y descanso. “El canto acordado del ruiseñor, saludando a la radiante aurora; el graznido sonoro del cao, repercutido por los ecos de la montaña; la aparición del cocuyo luminoso; el concierto monótono del grillo nocturno y los demás insectos herbívoros, eran otras tantas señales para determinar el cambio de ocupaciones entre los moradores de aquellas agrestes alturas. La civilización europea que había arrebatado a aquellos infelices su nativa inocencia, los devolvía a las selvas con nociones que los hacían aptos para la libertad por el trabajo y la industria”.

Cuando Enriquillo, con gallardo ademán, arrojó a los pies de su amada Mencía la espada inútil del arrogante Valenzuela, el corazón de ella palpitó de orgullo: “¡Grande, libre, vengado, así te quiero!”