De la graciosa manera que tuvo Don Quijote de armarse caballero


Llegó a la venta a tiempo que anochecía y vio en la puerta dos mujeres, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros, todos los cuales paraban allí aquella noche.

Nuestro hidalgo, apenas vio la posada, se imaginó que era un castillo con sus cuatro torres, y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y honda cava con todos los demás adherentes de los castillos. Hizo, pues, alto, creyendo firmemente que algún enano aparecería en las almenas tocando la trompeta para avisar la llegada del caballero.

Precisamente entonces un porquero tocó un cuerno, para llamar a sus cerdos del rastrojo, e imaginándose don Quijote que ésta era la señal esperada, dirigióse hacia la entrada Al acercarse, las dos mujeres empezaron a correr alarmadas; pero don Quijote, levantando la visera del casco y descubriendo su cara lánguida y llena de polvo, se acercó a ellas con exquisita gracia y grandísimas reverencias, diciéndoles:

-Non fuyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.

Como rieran a esto, con razón las mujeres, don Quijote, hablando en tono de grave reproche, observó que la modestia y urbanidad sentaban muy bien al bello sexo y que una risa sin suficiente motivo no era más que locura. -Pero -añadió-, non vos lo digo porque os acuitedes ni mostréeles mal talante, que el mío non es de al que de serviros.

Estas palabras aumentaron la hilaridad de las jóvenes, y la cólera de nuestro caballero iba también en aumento, cuando, afortunadamente, apareció el ventero, y sujetando el estribo para que se apeara don Quijote, le invitó a que entrara en la venta y participara del bienestar que allí se ofrecía a los viajeros que se dignaran hospedarse.

Observando don Quijote la humildad del gobernador del castillo, pues tal le parecieron el ventero y la venta, contestó con modestia:

-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta; porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear.

Habiendo pedido al ventero que cuidara bien de su corcel, entró don Quijote en el mesón, en donde, con la ayuda de las dos joviales mozas, se despojó de su armadura, a excepción de la celada, que la tenía sujeta con cintas; y como se habían éstas enredado, no queriendo él que las cortaran, las mozas y el ventero hubieron de introducirle la comida en la boca.

Así que hubo terminado su frugal comida de esta extravagante manera, llamó al ventero a la cuadra y allí, cayendo de rodillas a sus pies, declaró que no se levantaría hasta que el gobernador le prometiera armarle caballero. Dijóle él que era su intención velar las armas toda aquella noche, en la capilla del castillo, para que la ceremonia pudiera efectuarse por la mañana. El ventero, hombre de buen humor, prometió hacer todo lo que le pedía, pero le expresó que no habiendo allí capilla, por haberse derribado para reedificarla, su noble huésped podía del mismo modo velar las armas en el corral. El ventero preguntó luego a don Quijote si tenía dinero, y al decirle que no, le observó que todos los caballeros debían llevar dinero y camisa limpia. Don Quijote repuso que en lo sucesivo ya se ocuparía de esto; llevó sus armas al corral, las colocó en una pila, que junto a un pozo estaba, y principió su vela. Antojósele en esto a uno de los arrieros salir para abrevar su recua. Cuando don Quijote vio que aquel hombre se acercaba a la pila con intención de quitar las armas, exclamó:

-”¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada; mira lo que haces, y no las toques si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento!” Pero el arriero no hizo caso de la amonestación, levantó la armadura y la echó a un lado. A esto don Quijote, invocando a su dama Dulcinea, a usanza de los andantes caballeros, asestó al arriero un tremendo golpe con el palo de su lanza, volvió a colocar las armas en su sitio y comenzó a pasearse tan sereno como si nada hubiera ocurrido.

Al poco rato salió otro arriero, y no viendo el cuerpo de su camarada tendido en el suelo, pretendió también apartar las armas. A esto don Quijote diole tal porrazo, que al ruido acudió el ventero y toda la gente de la venta. Don Quijote tuvo que defenderse enseguida de una lluvia de piedras que le obligó a ampararse con su escudo, apostrofándolos al propio tiempo de villanos, traidores y falsarios, y clamando que el dueño del castillo era un ruin e inhospitalario caballero, ya que toleraba que se atropellara a un caballero andante. Luchaba al mismo tiempo con tal denuedo, que infundió temor en el corazón de sus atacantes, de suerte que cedieron a las observaciones que a gritos les hacía el ventero, y cesó el terrible combate.

Pero el ventero, deseoso de quitarse de delante a un huésped tan molesto, excusó a los arrieros, y haciendo notar que dos horas de vela eran suficientes, y que don Quijote hacía ya cuatro que estaba velando las armas, manifestó que podía principiar ya la ceremonia de armarle caballero. Creyéndolo don Quijote, le pidió que terminara el asunto lo antes posible. Además, diciéndole que el resto de la ceremonia lo mismo podía celebrarse en un campo que en la capilla o en cualquier otro sitio, el ventero fue en busca de su libro de cuentas y, llamando a las dos mozas antes citada y a un muchacho, a quien hizo aguantar un cabo de vela encendida, pidió a don Quijote que se arrodillara.

A continuación, el ventero, fingiendo que leía su libro, levantó la mano, dando con ella a don Quijote un buen golpe en el cogote y, tras él, con su misma espada, propinóle un gentil espaldarazo. Enseguida ordenó a una de las mujeres que ciñera la espada al caballero. Su compañera le calzó las espuelas. Don Quijote dio a todos las gracias y, sacando a Rocinante, se fue, quedando tan contento el ventero de verle partir que ni siquiera le reclamó el pago del gasto que había hecho. Así fue armado caballero don Quijote de la Mancha.